Las ruinas de Membrillo Bajo, un recuerdo permanente de la tragedia de la Guerra Civil en Huelva
Las rendijas de la memoria
Los vecinos de la aldea de Zalamea la Real, quemada y bombardeada en 1937, sufrieron durante meses el horror de una lenta, premeditada y cruel matanza en la que decenas de personas fueron fusiladas, torturadas y vejadas
De repente no oía nada más. Solo su propia respiración. O, mejor dicho: solo se oía a sí mismo tratando de respirar, porque nada de lo que hacía parecía suficiente para que el aire, tan seco que le quemaba la garganta, la alcanzara a los pulmones. Así que allí dentro no había nada más que eso: su respiración y el silencio, y un golpeteo violento en las sienes, que le latían como si alguien le hubiera cambiado de sitio el corazón y lo hubiera puesto allí arriba. Bum-bum, bum-bum, le latía, atizándole desde el cuello, y sentía que la cabeza le iba a estallar, como si estuviera calléndose todo el rato mientras lo observaba todo por la ranura leve del tablón que hacía de puerta. Los soldados iban y venían, buscándolos como perros de presa. Apenas podía escuchar sus risas y sus gritos, pero era capaz de sentir aquella extraña y terrorífica mezcla de júbilo febril e ira rabiosa. El odio animal que desprendían. Aquella noche, la noche que llegaron, el aire ya se percibía entumecido y denso. Era pesado, como aquella vez que tuvo fiebres y parecía que alguien le apretaba la cabeza tanto que se le iban a salir los ojos de las órbitas. O como pesaba el viento el día que le persiguió el mastín del Ceferino y corrió hasta que solo veía sus pies y todo lo demás había desaparecido, como si estuviera dentro de un mal sueño. El aire pesaba tanto que parecía relleno de sacos de arena. Olía raro, a mal presagio. Y le daba miedo.
Hacía tiempo que nadie podía dormir en la aldea. Se notaban nerviosos, pero callaban. El silencio se había instalado allí como un huésped incómodo que se sentaba en el zaguán a esperar, paciente, a que se desarrollaran los acontecimientos que, sabía, irremediablemente iban a producirse. Eso fue lo que pasó aquella madrugada de aire pesado y maloliente: que se desarrollaron los acontecimientos.
El traqueteo metálico del camión llegó de golpe, rasgando el duermevela de las casas, que se agitaron por dentro haciendo sonar las ollas y las vajillas de las cocinas, tolontoloneando como las campanas de una iglesia. Fuera, las enormes ruedas lanzaban al aire breves partículas de arena y piedra. La tierra vibraba y los animales se movían inquietos de un lado a otro, asustados por el potente rugido del motor diésel. La noche, que se había presentado fresca y sin luna, se iluminó con el fuego chisporroteante de los disparos al aire de los milicianos, que, vestidos con camisa y pantalón de pana, como si estuvieran yendo de caza, alzaban sus fusiles con ansia y rabia en medio de un ruido ensordecedor que le erizó la piel hasta casi dolerle. Entraron en tromba, recorriendo la pequeña aldea casa por casa. Aporreaban las puertas a palmadas y culatazos mientras los llamaban a todos, sin excepción, a salir a las puertas de las casas. Los más pequeños, asustados, lloraban angustiados y agarraban con fuerza las manos de sus abuelos o los cuellos de sus padres, que los sostenían en brazos apretándolos fuerte para que nada se los pudiera despegar de allí. Los demás aguantaban el tipo como podían, todos quietos, viéndolas venir, y los que aún no habían salido, o estaban a punto de hacerlo o ya huían monte arriba. Unos pocos aguardaban escondidos bajo camas y armarios, como él, que seguía tratando de atrapar un aire escurridizo mientras miraba por el minúsculo hueco que se abría en la alacena en la que lo había metido su madre. Hay cosas que nadie debería ver nunca, y mucho menos un niño, pero Cándido, con apenas siete años, las iba a ver todas juntas en los meses siguientes. Toda la maldad que es posible en el ser humano, toda entera, concentrada en los pocos metros que ocupaba la pequeña aldea zalameña de Membrillo Bajo.
Es difícil imaginarse el mundo a través de una rendija, pero si fuera posible, sería algo parecido a como lo vio el pequeño Cándido Moyano durante aquellos primeros días, cuando su mundo fue un mundo a medias. Un mundo cortado en trocitos, en escenas sueltas, inconexas, que iba armando, como podía, rellenando los huecos con su imaginación. Desde su rendija, el mundo estaba hecho de destellos, de momentos breves: una sombra, unas luces, un susurro, unas voces, un grito, un disparo (y otro, y otro) fueron la argamasa con la que reconstruyó su recuerdo de aquellos días. Si hubiera habido un niño tras una rendija de cada puerta de cada habitación de cada casa de Membrillo Bajo, probablemente ahora se sabrían cosas aún más terribles que aquellas, aunque con lo poco que se ha podido averiguar sobre lo ocurrido durante aquellos meses es, para la mayoría de las personas, más que suficiente.
Un lento exterminio
Poco a poco, los nueve milicianos falangistas que ocuparon Membrillo Bajo bajo el pretexto de buscar cobijo, desarrollaron una operación sistemática de sometimiento y exterminio que se ejecutó en varias fases. Nada más bajar de los camiones, los soldados eligieron una casa -no se sabe si por gusto, por azar o de manera premeditada- e instalaron allí su cuartel general. Ni siquiera se molestaron en echar a sus propietarios, Ceferino y Blasa, que fueron obligados a convivir bajo el mismo techo que sus captores, haciéndoles de sirvientes. Contra lo que esperaba la mayoría de los habitantes de la aldea, no se marcharon al amanecer, ni siquiera a los días siguientes, sino que se quedaron viviendo en la aldea durante meses, sembrando un terror lento y cruel. Las detenciones comenzaron poco después de la llegada y se extendieron a lo largo del tiempo. Llegaban a una casa, llamaban a quien sea que buscaran y se lo llevaban sin más explicaciones. Estaban tan seguros de que nadie les pediría cuentas por lo que iba a pasar esos días que no pusieron el más mínimo celo en la discreción, y los cuerpos iban apareciendo horas o días después en barrancos y caminos cercanos o, como macabra advertencia, directamente los tiraban a la carretera.
Uno de los primeros en desaparecer fue el alcalde pedáneo, Cándido Caro, que fue detenido en presencia de los vecinos, llevado por la fuerza y posteriormente fusilado en un paraje de las afueras, donde dejaron el cadáver. Al maestro de la escuela lo sacaron de su casa durante la madrugada. Nadie le dijo por qué, a pesar de que lo preguntó con insistencia mientras se lo llevaban. Según cuentan los testigos, se escuchó un único disparo poco después, en las inmediaciones de la aldea, y a la mañana siguiente se encontró un reguero de sangre cerca de uno de los caminos. Nadie recuerda su nombre.
Además del alcalde y del maestro, fueron ejecutados en circunstancias similares otros vecinos y varias vecinas, entre ellas, una mujer embarazada y su bebé nonato, que pasó los últimos segundos de su no-vida agonizando, revolviéndose en el interior del vientre de su madre. La tenebrosa lista de la que iban tachando nombres no se limitó a las desapariciones: algunos de los vecinos fueron retenidos durante horas en la casa que los soldados habían tomado como cuartel. Desde fuera, el pequeño Cándido Moyano escuchó los gritos y el ruido violentos de las torturas a las que fueron sometidos. Nadie se atrevía a intervenir, y aunque se desconocen los detalles exactos de lo que ocurrió dentro, buena parte de los que entraron no volvieron a salir con vida. Las fuentes coinciden en que, en total, entre 18 y 30 vecinos fueron asesinados en la aldea, aunque no todos han podido ser identificados con nombre y apellidos. Desaparecieron de los registros.
Varias familias lograron huir y desplazarse a Zalamea y a las aldeas cercanas, como Membrillo Alto, y los que no tenían a dónde ir ni con quién refugiarse se escondieron en galerías mineras abandonadas, donde permanecieron varios días viviendo en condiciones extremas. A Cándido lo sacó su madre de la alacena a los pocos días. Oculto en sus sombras había logrado esquivar por dos veces el registro de los soldados, pero no tentaron a la suerte una tercera ocasión. En cuanto tuvo oportunidad, la madre lo agarró y huyeron al monte hasta llegar a una de las minas, donde pasaron el tiempo sumidos en la oscuridad, compartiendo su miedo, en silencio, con otras mujeres, niños y ancianos. La pesadilla, que comenzó un día agosto de 1937, ni siquiera acabó cuando Ceferino y Blasa, los forzosos anfitriones de sus asesinos, fueron fusilados como premio de despedida. Una vez que la aldea quedó completamente vacía, la destruyeron hasta los cimientos. Primero la quemaron, y después la bombardearon hasta dejarla reducida a escombros.
Aunque no fue el único caso de destrucción física durante la Guerra Civil, Membrillo Bajo representa una excepción significativa porque, a diferencia de otros pueblos como Belchite o La Sauceda, no hubo combates ni resistencia armada. La crueldad fue aún mayor porque, además de borrarla físicamente, decidieron eliminarla jurídicamente. Desapareció de los mapas, de los planos catastrales, del censo de población y de la propia documentación municipal. Ni siquiera trataron de reconstruirla. Membrillo Bajo dejó de existir incluso en el recuerdo de quienes la habitaron.
Un conflicto antiguo por las tierras comunales
¿Y todo este ensañamiento, por política? ¿Por un conflicto entre azules y rojos? No, por supuesto que no. La razón, como casi siempre, fue mucho más vulgar: la codicia. El conflicto por las tierras de Membrillo Bajo se remontaba a centenares de años atrás. Desde al menos el siglo XVI, el término municipal de Zalamea la Real conservaba un extenso patrimonio de bienes comunales: pastos, montes, coladas, abrevaderos, caminos públicos y terrenos de aprovechamiento colectivo. Unas tierras que no pertenecían a nadie en particular, sino al común de los vecinos, que las utilizaban para la ganadería, el carboneo, labores agrícolas y otras formas de subsistencia tradicional. En el siglo XIX comenzaron los conflictos entre los campesinos y los grandes propietarios y las empresas mineras interesadas en la expansión de sus dominios. La Ley de Desamortización y el avance del capitalismo agrario pusieron en peligro muchas de estas propiedades comunales, pero en el periodo republicano, concretamente en 1933, el Ayuntamiento de Zalamea consiguió inscribir formalmente una parte de esas tierras como bienes comunales, protegiéndolas de su venta o su apropiación por manos privadas. Aquella legalización despertó el rechazo de los terratenientes de la comarca y de algunos sectores del poder local, que no estaban dispuestos a perder las tierras y encontraron en el estallido de la guerra la oportunidad de deshacerse de su problema para siempre. Los habitantes de Membrillo Bajo vivían de esas tierras comunes, así que su destrucción suponía también la eliminación de aquel modelo. De hecho, en los años posteriores la mayor parte de las tierras que antes eran de Zalamea terminaron cayendo, poco a poco, en manos de los grandes propietarios. Ese era, probablemente, el plan desde el principio. Desde mucho antes de que el camión traspasara la entrada a la aldea.
El camino que lleva a Membrillo Bajo sigue siendo el mismo, solo que ya no conduce a ningún pueblo. O quizás sí que lo haga. Conforme avanza el recorrido, sus ruinas se van mostrando poco a poco por encima de la maleza como una aparición. El fantasmagórico recuerdo del horror que vivieron sus habitantes aquellos días de agosto.Una tumba. Sin embargo, si uno se acerca lo suficiente, el amasijo de piedras se convierte, también, en una inesperada rendija desde la que es posible ver el pasado: las casas, las pequeñas callejuelas, el trabajo diario del campesino, el soniquete de cencerros y cascabeles de los animales, que pacen a la voz del pastor, el olor del pan recién hecho, el ajetreo de los vecinos de camino a misa, las tertulias de sillas de enea en medio de la placita, el rumor del agua de la fuente, el humo leve del almuerzo, las risas de Cándido y sus amigos jugando a las chapas… Detrás de las rendijas del tiempo aún persiste, si se mira con la debida atencion, toda esa vida que, un día, alguien, porque sí, decidió que debía ser borrada para siempre de Membrillo Bajo.
'La raya del miedo'. El horror, desde la mirada de un niño de ochenta años
Al periodista Rafael Moreno le costó intimar con Cándido Moyano, o al menos intimar lo suficiente como para que le contara, a él y a todo el mundo, la pesadilla que vio y vivió en Membrillo Bajo cuando era un niño. Cándido, que falleció en 2014, feliz porque lo hizo rodeado de una gran familia en su casa de Membrillo Alto, narró a Moreno, poco a poco, cómo se sucedieron los escalofriantes acontecimientos que llevaron a la destrucción de la aldea y al asesinato de buena parte de sus habitantes. El periodista onubense lo cuenta en ‘La raya del miedo’, un libro publicado por la Asociación Literaria Huebra en 2004 en el que se narran, además, los testimonios de otros supervivientes y algunos detalles sobre los culpables y las verdaderas razones de aquella ejecución colectiva.
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