La polvareda

Cien años de José Nogales

Crítica no le falta a este artículo. Un cerrojazo periodístico con lenguaje quijotesco, un atrevimiento, una licencia literaria que se puede extrapolar hoy al mundillo de politicuchos que se creen alguien y que son, como don Alfeñiquín, nadie. (Ángel Manuel Rodríguez Castillo).

El Liberal, Madrid, 19-10-1903

01 de septiembre 2008 - 01:00

Ayer tarde, o se retrasó mi reloj, o el padre sol, el buen "Bermejazo, platero de las cumbres", tuvo a bien adelantarse, sin permiso de García Alix, La Cierva y Lema, tres personas distintas y una sola inutilidad política y administrativa. Así andamos de trinidades a la hora de ahora.

Digo que al salir de la calle de las Torres a la de Alcalá nos sorprendió la noche. Miré el reloj y señalaba las cinco y media. Está visto -dije- que es tan difícil poner de acuerdo los relojes y el sol, como a España con sus gobiernos. Estos cuatro apreciables sujetos andan cada uno por su lado, quizás porque así convenga a sus cuatro fines diferentes.

Frente a San José me convencí que ni aquella oscuridad era de la noche, la apacible Dea siderea de los clásicos, ni venía de ningún eclipse, ni tenía nada que ver con el saneamiento de la moneda, ni aun con las próximas cuanto temidas elecciones. Era, sencillamente, que se mascaba el polvo, quiero decir que lo mascábamos todos, incluso el presidente del consejo, si es que meditaba, "en tanto se afeitaba", en el precioso nido presidencial.

¿Qué pasa?, dije, resguardando la boca con el pañuelo. ¿Llueve sobre nosotros ceniza como en Pompeya, arena como en los Estados de Lebaudy, o betún y azufre como en el terremoto de la Martinica, catástrofe del dominio público acaecida en el siglo XVIII para lucro exclusivo de la Sociedad de Autores en el siglo XX?

Veía y sentía correr, mano en boca, al gran rebaño dominguero llenando los amplios andenes, y por el centro de la calle corría también locamente una turba de extraños vehículos, de carrozas arcaicas, góndolas arrumbadas y cosas estrafalarias con dos ruedas, con tres, con cuatro o con una sola... ¡Y qué gritos, qué ruido, qué alboroto!

He aquí un pueblo azorado que huye de la catástrofe. En esto vi pasar, entre la polvareda espesa, los escobones y las carretillas del Municipio. Ahora que las mangas de riego están en huelga, levantemos, aventemos, echemos al espacio todo el polvo del suelo, a ver si se tapa y se ahoga toda iniquidad -parecían decir, en estilo menos bíblico, los susodichos cachivaches de la villa.

Y en verdad que no quedó ayer en Madrid un átomo de polvo sucio e irritante que no brincara a su gusto. ¡Qué lástima que esas grandes escobas nuevas no barrieran lo que debían barrer!

Entonces, es decir cuando la nube asquerosa llenaba a Madrid con su turbieza de lodo seco, entré en vena de exaltarme un poco, con cierto impulso líricodramático, efecto tal vez de la vecindad de Apolo, y dime a soñar..., como hacían nuestros mayores cuando no tenían otra cosa en que malgastar el tiempo.

Soñé que todo aquel gentío inmenso, bueno, aunque pagano, o si se quiere pagache, que tragaba polvo y corría, era una sola persona bien alimentada, oronda por fuera, simple y maliciosa por dentro, con puntas de sandez y ribetes de agudeza a ratos, y de todo en todo acomodada para hacer el son a cuanto tañedores se presenten.

Y, juzgándome a solas con el público, rompí -sin pagar un ardite de derechos- en esta exclamación tan socorrida:

"-¿Ves aquella polvareda que allí se levanta, Sancho? Pues toda es cuajada de un copiosísimo ejército, que de diversas e innumerables gentes por allí vienen marchando".

-A esa cuenta - dijo Sancho -cosa de política debe ser. Ya se sabe que en habiendo oscuridad, polvo, bullanga, meneo y nada entre dos platos, política es. A bien que yo lo pago todo, ya que alguien habría de pagarlo.

-Has tú dicho muy bien y dentro de poco verás cuando valiosamente llegan a las manos. La escaramuza parlamentarias va a ser famosa.

-No entiendo. Para escaramuza me parece que no ha sido hoja la de Bilbao. Allí, al menos, pusieron a la letanía el ora pro nobis de garrote y bala, y aún hubo quien echó el Agnus Dei pidiendo el degüello del verdadero agnus.

-Estos serán otros lances. Aquí todo será bullir de retórica, menear de lengua, manotear de teatro y acrecentar por el mundo el lustre de la tribuna.

Mas cata que aquí vienen y a poco más se nos echan encima: ve ahí al gran Alifanfarón, señor hoy de la isla Trapobana, que es esta misma sobre la cual estamos, y gracias que se queda en eso. Detrás camina Lauracalco, señor de la Puente de Plata, llamado por unos el último Silvela y por otro fugitivo Eneas, a quien viene muy bien lo de la puente de plata y no sé si el escudo con "un león coronado rendido a los pies de una doncella", como habrás leído en Don Quijote.

Ambos dicen que quieren llevar a la Ínsula Barataria para que la gobierne o la desgobierne, al temido Micocolembo de Quirocia, aquel que trae tres flores de romero como pudiera traer trescientas, aunque el número tres es la cuenta de los amigos y por eso no lo aumenta.

Por ahí viene Pentapolín el del arremangado brazo, castellano de Mos y rey de los Garamantas, que unos a otros no se entienden ni por señas, y por esto Pentapolín se arremanga cuando le parece, aunque le valga de poco. No así Brandabarbarán de Boliche, señor de las tres Arabias, y si lo dejan, de todo el mundo, que es buen allegador, y lo mismo hace un pan como unas hostias que una carta como un pan. Viene armado de aquel cuero de serpiente que has leído y se tragará a Pentapolín de dos sorbetones.

Par de éstos, viene Espartafilardo de Lourizám, "que trae por empresa en el escudo una esparraguera con una letra en castellano que dice así: Rastrea mi suerte; y es un Espartafilardo de mucha cuenta, aunque sea al parecer mortecino como el caimán y se haga el dormido como la marmota. Gracias a que se quebró los dientes en un Tratado, no hará cosa mayor.

Ese otro es Pierres Pepin López y creo que Domínguez de añadidura. No se propone más que ver cómo pelea su predilecto amigo Timonel de Carcajona, que está entre dos aguas, y cuando hay que mover la herramienta se echa a cantar la conocida copla:

"Dos corceles a un tiempo

me están tirando"

Por lo que, como es de orden natural, Timonel de Carcajona ni va hacia delante ni para atrás y así se consume y desmejora.

-Y detrás de esos, ¿qué?

-¡Oh, Sancho! ahora no veo más que unos picadores que vienen de la Plaza: brillan sus alamares de plata ficticia y las blusas coloradas de los monos sabios. .. más allá, no veo. Es decir, veo polvo, ceniza... nada.

-Entonces nos estás viendo a todos. Mas, dime -¡Qué socarrón es el público, digo Sancho!- Has nombrado a todos los del discurso del Ingenioso Hidalgo, menos a Don Alfeñiquín del Algarve; ¡dónde está?.

-No lo sé ni me importa. Con esta gran polvareda, ¿cómo quieres que vea a Don Alfeñiquín? ¡Hay tantos!

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