Espías en Huelva: El día que (no) explotó el muelle
Huelva en la I Guerra Mundial
La provincia fue un nido de espías en la I Guerra Mundial: secretos, engaños y sabotajes fueron parte de su día a día durante el conflicto
Todo puede saltar por los aires si se le añade la cantidad suficiente de dinamita. Incluso aquella mole. Unos cartuchos estratégicamente colocados por aquí, algunos químicos para aderezar la fiesta por allá y… voilà: conectar la radio y apretar el botón. Primero, los pilares de la zona de tierra, que se doblan por la mitad como si fueran de mantequilla y tiran de las impresionantes vigas hasta torcerlas y después echarlas abajo. Van cayendo al suelo como fichas de dominó, lanzando al cielo la madera del suelo y las traviesas, que se quiebran sin poner mucha resistencia y llenan el aire de polvo y astillas. Las explosiones se suceden hasta la ría: un pilar y después otro y luego uno más en una absurda carrera por llegar primero a ninguna parte. La mayoría no se rompe. Solo se retuercen, doblados en dos, como si un enorme e invisible forzudo de circo los hubiera apretado por cada extremo. Si el estruendo de las explosiones asusta, los gritos de la estructura mientras se desfigura producen espasmo. El cargadero entero se arquea mientras sigue disparando trozos de metal y madera al aire, una lluvia de astillas y clavos que cae al mar en un chapoteo incesante. Cruje el gigante de hierro, pero aún no se doblega. Aquel ingenio de acero es capaz de resistir casi cualquier cosa, aunque no podrá, desde luego, con el rosario de explosiones que atiza sus cimientos, tan bien anclados que apenas se tambalean pese al embate. Abajo, las sacudidas de la dinamita y el chaparrón de restos que salen despedidos del muelle van agitando la ría, que parece defenderse del ataque con un oleaje intenso, nunca visto, que se convierte en una mar gruesa y estridente cuando toda la estructura superior termina quebrándose y zambulléndose en el agua, igual que un segundo antes lo había hecho en tierra ante la mirada incrédula de los ciudadanos que observan, boquiabiertos, lo que está pasando. Escuchan, con la piel de gallina, el escalofriante lamento del hierro cediendo sobre sí mismo, contorsionándose, una vez que terminan de callar las explosiones. Poco a poco llega el silencio. El cargadero de mineral de la Compañía de Riotinto ya es historia.
Así, probablemente, lo imaginaba el joven Adolfo Clauss mientras fumaba en el calabozo de la casa cuartel de El Pinet. Hoy sería prácticamente un chaval, pero con 21 años ya eras un hombre en 1918. Al joven aprendiz de espía el estallido de la Gran Guerra le había pillado en Alemania. Se marchó de Huelva junto a su hermano para estudiar en la tierra de origen de su familia y la contienda lo había traído de vuelta a España, aunque no como se esperaría de cualquier estudiante que regresa a casa. Lo había hecho a bordo de un U-34, el temible submarino alemán que se había convertido en una de las armas más eficaces de la guerra. Embarcó un 24 marzo desde una de las bases del Imperio Austro-Húngaro en el Adriático. Diez días de viaje hasta que arribó a la costa española subido en un bote de lona y cargado con algunas provisiones y una pesada caja. Clauss llegó donde debía: la playa de El Pinet, en Alicante, pero allí no había nadie esperándolo. Solo, sin saber muy bien qué hacer, enterró como pudo el bote, el equipaje y la caja y anduvo por la arena en busca de sus compatriotas. A ellos no los encontró, pero sí a los carabineros Pedro García Riquelme y Vicente Pastor Pons, que le dieron el alto y lo interrogaron sin mucho éxito por su parte, claro, porque allí estaba ahora, en el calabozo, pensando en lo que hubiera pasado de haber salido bien las cosas. No se sentiría orgulloso, desde luego. Al fin y al cabo, destruir aquel muelle hubiera sido como acabar con una parte de su infancia. Siempre había estado ahí, adornando la ría con su imponente presencia y su hipnótico reflejo, pero era un patriota y tenía un deber que cumplir, aunque no siempre le gustara hacer lo que había que hacer. No se sabe con exactitud cuáles eran las verdaderas intenciones de Clauss, aunque hay algunas sospechas y varias pistas al respecto. Tras su detención, y las pertinentes pesquisas, los carabineros descubrieron en la playa la asombrosa barquita de lona, que se podía doblar sobre sí misma hasta alcanzar el tamaño de una maleta, y también la famosa caja: un maletín de madera forrado de cinc en el que hallaron diversa correspondencia, un radiotelégrafo, alambre, un destornillador, productos químicos, explosivos, detonadores y tres curiosos pañuelos de seda. “Nuestra teoría es que primero iba a llevar los mensajes a sus compatriotas en Alicante o Cartagena y después volvería a Huelva para llevar a cabo su misión principal”, explica Enrique Nielsen, coautor, con Jesús Copeiro, del libro ‘Huelva en la I Guerra Mundial’ (editorial Niebla). La presencia de los explosivos y detonadores daban una ligera idea de por dónde iban sus órdenes, pero ¿cuál era el objetivo concreto? Nielsen y Copeiro han recabado información y testimonios que hacen pensar que el plan era volar lo que hoy es uno de los iconos de la ciudad. Su propio sobrino, Klaus Clauss, aseguraba que se trataba, sin duda, del “muelle de Riotinto en Huelva”. Para ejecutar el plan convenientemente contaba con una peculiar ayuda: los extraños pañuelos que se hallaron en la maleta contenían estampados los planos de las instalaciones de la Compañía británica, aunque solo eran visibles cuando se empapaban con una solución química especial. Esas cosas que hacen los espías.
El de Clauss no era un caso aislado. La provincia de Huelva, y especialmente la capital, fue durante la Primera Guerra Mundial un auténtico hervidero de actividades secretas por varias razones. La primera, porque España se declaró como neutral en el conflicto desde el principio, lo que permitió a los ciudadanos de ambos bandos campar a sus anchas por todo el territorio nacional. Luego, cómo no, las minas. Media provincia era prácticamente propiedad de la Compañía Minera Riotinto, y la capital casi parecía una colonia. Edificios, infraestructuras, clínicas… hasta el ocio y el deporte lo controlaban los ingleses. La actividad minera había dado un impresionante empuje a la economía onubense desde el último cuarto del siglo XIX, y ahí estaba el Puerto, dando fe de ello: como punto de embarque de los minerales con destino a Inglaterra, fue creciendo a la par que la propia minería. Hasta cinco muelles prestaban servicio en aquellos años: muelle Norte, muelle Sur, muelle de Riotinto, muelle de Tharsis y muelle de Mareas. “Los cuatro primeros eran grandes muelles metálicos. De éstos, los dos primeros pertenecían a la Junta de Obras del Puerto y servían al tráfico publico; los dos últimos pertenecían a las compañías mineras citadas y servían exclusivamente al tráfico de sus propios minerales”, explican Nielsen y Copeiro. No es de extrañar, por tanto, que al amparo de aquellas instalaciones surgiera una intensa actividad mercantil y comercial protagonizada en buena medida por una población extranjera creciente. Los propios ingleses, pero también alemanes, franceses e italianos que terminaron haciendo de Huelva una ciudad especialmente cosmopolita. La comunidad germana, formada por hombres de negocios, empleados, técnicos y sus familias, fue muy importante, aunque no tan mayoritaria como la británica. Los franceses eran pocos, pero muy activos: ellos fueron quienes crearon en 1917 la escuela francesa, hoy Colegio Molière. Los italianos eran los menos. La peculiaridad de la Huelva de la I Guerra Mundial es que allí mismo estaban conviviendo las nacionalidades que combatían a sangre y fuego en el resto del mundo. Convivían… y también se espiaban.
Los servicios secretos de los países en conflicto tenían su sede andaluza en Sevilla, excepto los británicos, que eran dirigidos desde Gibraltar por Charles Julian Thoroton, ‘El audaz’. Al frente de los alemanes se encontraba Otto Engelhradt, ex director de la Sociedad Sevillana de Electricidad y cónsul de Alemania en la capital hispalense, aunque tenía en nómina a “un importante grupo de colaboradores españoles”, cuenta Enrique Nielsen. El cónsul de Alemania en Huelva era Luis Clauss (padre de Adolfo), pero fue el representante de Austria-Hungría, Ernest Riehl, el responsable del espionaje de las llamadas Potencias Centrales en la provincia, para lo que contó con “miembros de la colonia alemana y austríaca bien posicionados socialmente, afincados desde hacía años en la ciudad y conocedores por tanto de su lengua y de sus costumbres”. Algo similar hicieron los aliados, como se recoge en ‘Huelva en la I Guerra Mundial’: Viviar R. O’reilly, y luego R.O. Richard, dirigieron a los espías ingleses. Ernest de Fitte, ingeniero de la línea férrea Huelva-Ayamonte, velaba por los intereses franceses junto con el agente consular Charles Manchal, mientras que el italiano Alejandro Corsi hacía lo propio con los suyos. Al frente del viceconsulado norteamericano se encontraba William Alcock, uno de los cofundadores del Recreativo. Un año después de estallar la guerra, Huelva “se había convertido en un foco caliente del espionaje alemán y del contraespionaje aliado”.
Había estrategias, por supuesto. El objetivo de los países de la Entente se centró en la vigilancia de empresarios, consignatarios, banqueros y todo aquel que pudiera estar relacionado de alguna manera con los alemanes, además de mantener los ojos bien abiertos en la zona costera y portuaria, localizar los puntos de abastecimiento de los submarinos alemanes y detectar posibles actos de sabotaje contra sus intereses. Las potencias centrales buscaban, sobre todo, sabotear la producción y el transporte de minerales hasta Gran Bretaña, un recurso esencial para la industria bélica aliada porque de las piritas de Huelva salían dos de los componentes más importantes de las municiones: el cobre para las balas y el ácido sulfúrico para fabricar la pólvora. Para conseguirlo valía casi de todo, pero lo más llamativo fue el incesante flujo de información acerca de los horarios y rutas de los buques que salían o llegaban al Puerto. Y es que los submarinos alemanes fueron una inesperada pesadilla para los aliados durante toda la guerra. Los U-boote torpedearon y enviaron al fondo del mar a unos cinco mil barcos. De ellos, 42 iban o venían del Puerto de Huelva, según los dato de Nielsen y Copeiro. La red de espías también se afanó en la financiación de la contestación obrera e incluso de huelgas en las empresas mineras. Provocaron, o intentaron provocar, la deserción de las tripulaciones de los mercantes aliados bajo la amenaza de hundirlos con sus submarinos, sabotearon vías y puentes, reventaron comunicaciones…
Lo más curioso es que esas mismas técnicas de espionaje, esa guerra secreta, se llevó a cabo de forma muy parecida veinticinco años después, como señala Nielsen: “Nos llamó mucha la atención lo que fuimos descubriendo en la investigación, porque utilizaban formas de operar y métodos que ya habíamos visto en la II Guerra Mundial. La primera guerra fue como un campo de pruebas de lo que después se siguió haciendo, y se mejoró, en la siguiente”. Nadie en su sano juicio, claro está, diría que una guerra de esa magnitud sucede por alguna razón trascendental, pero lo cierto es que sin esos ensayos, sin la experiencia acumulada en Huelva durante la Gran Guerra, probablemente no hubiera tenido lugar un suceso determinante en la posterior victoria contra Hitler un cuarto de siglo después. La operación carne picada, 'el hombre que nunca existió', tuvo éxito, entre otra cosas, por la experiencia, el aprendizaje, acumulados en esos años de guerra y espías. Muchos de los que participaron en una lo hicieron en la otra, entre ellos Adolfo Clauss. Uno de los principales activos del espionaje alemán en el sur de Europa, probablemente el mejor, con muchos (y sonados) logros. Pero cometió como mínimo dos errores que han hecho la vida de los onubenses un poquito mejor de lo que podría haber sido: el primero, caer en la trampa de los aliados y tragarse la mentira del cadáver de William Martin, engañando al mismísimo Hitler y cambiando el curso de la II Guerra Mundial. El segundo, aunque ni siquiera fue suyo: dejarse atrapar en Alicante. Probablemente, gracias a aquel desliz la figura del Muelle Cargadero de Mineral de la Compañía de Riotinto sigue hoy engrandeciendo la ría de Huelva.
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