DON Salvador era tan bueno, tan bueno… que cuando se enfadaba con algún niño le decía: “¡Mira que te voy a quitar medio punto!”, cuando lo normal en otros profesores era que te quitasen de dos en adelante. Si la cuestión estaba fea, hasta cinco puntos de los diez que te daban a principio de curso. Era un sistema de puntos para controlar la disciplina. Para enfadar a D. Salvador había que ser muy persistente en la travesura o incorrección.
D. Salvador se había quedado huérfano de padre cuando era muy niño. Su madre, con muchas dificultades, trabajó para sacar adelante a sus hijos, a él y a sus dos hermanos. Después de una excelente Primaria en la escuela de Siurot, a los catorce años inicia Magisterio en la misma escuela. De 1930 a 1933. Termina a los diecisiete. La Guerra Civil, a la que tiene que ir, rompe, como a tantos otros, sus planes de vida. Estudia Perito de Minas. No encuentra trabajo y resuelve estudiar para director de escuela.
Las enseñanzas que recibe con Siurot lo convierten en un excelente pedagogo. D. José Vizcaya, un maestro de los primeros años del centro, habla al Padre Laraña —rector en esos años de Estudios Politécnicos Madre de Dios y muy activo en la Huelva de los cincuenta del pasado siglo— de la excelencia de D. Salvador y de que sería un estupendo director para el Grupo de Primaria. D. Salvador, en esos momentos, estaba de director en un colegio de Ayamonte; el Padre Laraña va a verlo y lo convence para que se haga cargo de la dirección del citado Grupo de Primaria.
Recuerdo a D. Salvador en su despacho en el edificio del Grupo Escolar, como se llamaba en aquel tiempo; no en el despacho actual de la Dirección, sino en el pequeño despacho que está a la izquierda de la escalera de subida. Con una mesa llena de papeles. Un desorden ordenado. Se le pedía un documento y sabía en qué pila y qué parte de la pila encontrarlo. En aquel pequeño despachito estaba también un micrófono y un amplificador que en contadas ocasiones emitía alguna información relevante que era escuchada a través de los altavoces pertinentes en cada una de las aulas.
Su vida era el colegio, y las horas que pasaba allí era muy superior a lo exigible por contrato
Recuerdo que en los años sesenta del pasado siglo había un programa subvencionado desde EE UU por el cual se facilitaba un trozo de queso de bola y un vaso de leche en polvo a cada uno de los alumnos en las escuelas. A mí la leche no me gustaba y me sentaba mal. Cuando veía aparecer a D. Salvador con sus ayudantes repartiendo leche se me cambiaba la cara. Él me veía… y pasaba de largo. Seguro que sabía que buena parte de la población mundial es alérgica a la leche.
Una de sus muchas preocupaciones era el deporte. Tenía muy claro que el deporte contribuía a mantener un cuerpo y una mente sanos. Y la escuela debía de favorecer en lo que pudiera a ese mantenimiento. Lo veías por la tarde organizando y arbitrando partidos de baloncesto o de cualquier otra disciplina.
Su vida era el colegio. Y el número de horas que pasaba en ese espacio era muy superior a lo que por contrato le correspondía. Una dedicación que con mis pocos años no supe valorar en su momento. A veces, los alumnos no somos conscientes de la atención y el cuidado que nos prestan; los asumimos como que tiene que ser así, que es lo natural.
No sé mucho de su vida personal. Sí sé que no se casó, pero no puedo afirmar que fuese una decisión deliberada, aunque no me extrañaría. Era una persona con una misión aceptada y evidente que sobrepasaba lo que se considera como normal. Un maestro de los que se recuerdan con afecto y admiración. Con independencia de su opción deliberada o no por la soltería.
Me gustaban sus clases. Sustituía a los maestros en cualquier ocasión en que estos, bien por enfermedad o algún otro asunto, no venían al colegio. Y desarrollaba la enseñanza —era su método habitual— escribiendo una carta, una instancia… Querida madre: hoy en clase hemos hablado de los ríos de España. Y Pillado los ha enunciado diciendo que son el Miño, el Duero, el Tajo, el Guadiana y el Guadalquivir, que desembocan en el océano Atlántico, y, el Ebro, que lo hace en el mar Mediterráneo, junto al Júcar y el Segura por Valencia y Alicante… E iba desgranando la lección con las preguntas y aportaciones de los alumnos. Me sorprendía lo que sabía de química. En esas pizarras negras y enormes de las aulas desarrollaba fórmulas de química orgánica de las sustancias más peregrinas. Eran como edificios de tiza con los elementos básicos de la vida que me dejaban embobado.
A los 64 años
La última vez que lo vi estaba muy desmejorado. Fue un par de meses antes de su muerte ocurrida el 4 de noviembre de 1980. Hace ahora cuarenta y cinco años. Coincidimos ambos en el ambulatorio Virgen de la Cinta. Me acerqué y hablamos un buen rato mientras mirábamos por los cristales de la segunda planta hacia la calle. Era un día soleado con algunas nubes. Desde la ventana veíamos la zona de aparcamientos anexa a la entrada del edificio, las viviendas que lo rodean y, a la izquierda, parte del cabezo donde estaba la piscina de los ingleses. Faltaba mucho (1992) para que ese cabezo adquiriese el aspecto actual como Parque Alonso Sánchez. Me preguntó sobre mi vida, qué estaba haciendo, en qué trabajaba, si me había casado… Me alegró verlo. No pensé que estuviese tan enfermo. Había nacido un 27 de octubre de 1916 en Huelva. Tenía 64 años.
En 2014 se decidió darle su nombre —Maestro Salvador López— al edificio de Educación Primaria que se aprecia desde la puerta de entrada del centro Funcadia. Las letras del rótulo se hicieron con el trabajo del profesorado, Mario y Jesús, y el alumnado del taller de Soldadura. La instalación la hizo ese mismo profesorado con la ayuda del personal de mantenimiento, Juan y Antonio. A los pocos días de su colocación vino a darnos las gracias por esa iniciativa otro estupendo docente —José Luis Garrido Bogado—. Su cariño y admiración por D. Salvador eran notorios.
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