El día que Castilla conquistó el Atlántico desde la ría de Huelva
Historia
Más de 40 naves castellanas y portuguesas con 9.000 hombres a bordo se enfrentaron en 1381 en una lucha sangrienta en la batalla de la isla de Saltés
Las victorias saben mucho mejor con sal en los labios. Eso lo saben todos los marinos, pensaba mientras abría la boca como si masticara el aire, saboreando cada miligramo de una brisa que empezaba a correr de proa a popa agitándole el cabello desbaratado. Bajó la mirada y se limpió la mancha del brazo derecho. Le dolía, pero no tenía muy claro si la sangre era suya. Hacía un calor intenso. Casi quemaba. Y había sido así durante toda aquella larga mañana. Larguísima y dura. A su espalda, centenares de hombres lanzaban vivas, reían y empujaban a los prisioneros mientras esperaban sus instrucciones.
Fernando Sánchez de Tovar era un hombre respetado. Buen caballero en tierra y gran marino a bordo, lo mismo combatía con extraordinaria pericia en el cuerpo a cuerpo que dirigía con sabiduría y acierto a los suyos, ya fuera a lomos de un caballo o a bordo de una galera. Su aspecto no era el de un noble, Guarda Mayor y señor de Gelves, sino más bien el de un viejo lobo de mar, de pelo blanco y largo, piel curtida, tostada por el sol y el viento, arrugada por la edad, las guerras y viejas cicatrices que le conferían un gesto duro, sobrio y decidido. Era valiente y su fama le precedía, y no era para menos. Para entonces ya había combatido durante largo tiempo a flamencos, franceses, ingleses, moros y portugueses, primero como capitán de galeras y después como Almirante de Castilla, y había adquirido honores y fama gracias a sus importantes victorias en La Rochelle o el asedio de Brest durante la Guerra de los Cien Años y, sobre todo, por su incursión en Inglaterra, donde logró remontar el Támesis con sus galeras y acercarse al mismísimo Londres. Nadie dudaba a estas alturas de su habilidad como estratega, pero lo cierto es que todos se extrañaron cuando Sánchez de Tovar dio la orden de virar y tomar las de Villadiego en cuanto avistaron la impresionante flota portuguesa. Navegaban ya frente al Algarve y, aunque el Almirante no era de los que se amilanaban o huían, los marineros entendían que esta vez había razones de peso para volverse. Poco podrían hacer en aquellas aguas frente a las veintiuna galeras, una galeota y cuatro grandes naos que se divisaban a poniente, así que se fueron por donde habían venido.
El encuentro les torció el plan. Habían salido desde Sevilla con la misión de interceptar la flotilla que llevaba a Lisboa a más de 1.000 hombres de armas y otros tantos arqueros ingleses, que iban a unirse a los portugueses con la intención de invadir Castilla y reivindicar los derechos al trono de Juan de Gante, el duque de Lancaster, que un año antes había firmado junto a los reyes Ricardo II de Inglaterra y Fernando I de Portugal unos tratados de alianza para unirse en guerra contra Castilla. Precisamente para evitar que los castellanos les dejaran sin el necesario apoyo de las tropas inglesas, Portugal había enviado a la desembocadura del Guadalquivir una poderosa armada, superior en número, tripulación y potencia de ataque, que bloqueara cualquier salida y, si se podía, diera un buen rapapolvo a las galeras castellanas. Uno que resonara bien fuerte en toda Europa y dejara claro que los tiempos de poderío de Castilla en el mar habían terminado. Con esa idea en la cabeza, el almirante luso, el inexperto Juan Alfonso Tello, se tomó el viraje de las diecisiete galeras de Sánchez de Tovar como un gesto de debilidad y una gran oportunidad, así que dio la orden de remar a destajo en su persecución. No podían desaprovechar la ocasión de cazarlos. Aquello estaba ganado.
Lo cierto es que el almirante castellano no tuvo ninguna intención de rehuir el combate cuando ordenó invertir el rumbo en dirección a Huelva. Su idea era que si llegaba a la ría a tiempo lograría quitarse de encima, al menos, a las cuatro naos, que probablemente no se arriesgarían a embarrancar en aguas tan poco profundas. Además, la tripulación de las galeras llegaría cansada de la persecución que, con suerte, habría roto la formación de combate de los portugueses. Y si no pasaba nada de aquello no quedaba otra que apretar los dientes y pelear a la desesperada, a sabiendas que estarían más cerca de la muerte que de la victoria. Esto era la guerra, al fin y al cabo.
No murieron, claro. De lo contrario ahora no se escucharían los gritos y vivas al almirante mientras todos descansan un poco antes de iniciar el camino de vuelta a Sevilla. En realidad, no todos, porque los onubenses de la tripulación andaban dedicándose a otros menesteres, en concreto se afanaban en aplicar su particular justicia a algunos de los portugueses que habían destruido, por crueldad, por placer o por venganza, las barcazas de los pescadores de Palos y Moguer que faenaban por aquellas aguas, dejando que se ahogaran sin piedad alguna. Su mezquindad se les estaba atragantando ahora: atados de pies y manos, cuatrocientos ajusticiados iban cayendo uno a uno al mar para hacer compañía a los hombres a los que habían asesinado unas millas atrás.
En realidad no fue tanto la crueldad de los portugueses como su torpeza lo que los había condenado. En medio de la persecución, nueve de las veintiuna galeras se detuvieron en el asalto a aquellos pobres pescadores, un grave error por su parte que las dejó rezagadas de las otras doce que, junto con la galeota, navegaban a sotavento hacia la armada española, remando a toda velocidad para ganar distancia, sin orden ni concierto y con una tripulación terriblemente cansada, sedienta y asada por el sofocante calor del verano. Las naos, por su lado, se habían quedado tan atrás que ya no suponían ningún peligro para la gente de Sánchez de Tovar, quien viendo que el panorama se le ponía muy a favor, dio instrucciones para relajar el ritmo de remada y tomar aire para lo que se avecinaba. Luego ordenó invertir la marcha, recoger remos y desplegar las velas para aprovechar el viento a favor y dirigirse rápidamente en dirección a la primera docena de galeras, a las que enfrentaría en la entrada de la Isla de Saltés, en la ría de Huelva. En formación, aguardaron su llegada y a los pocos minutos ya las habían abordado todas. Sánchez de Tovar apenas recordaba cómo había sido. Las naves se colocaron en disposición oblicua para facilitar la carga de los ballesteros, que enviaron la primera lluvia de flechas a los portugueses antes siquiera de que se percataran de la presencia de la armada castellana. Tan ensimismados estaban en darles caza que no lo vieron venir. Después llegaron más cargas de ballesta y luego de lanzas. Hechas añicos las primeras resistencias, los marineros tomaron garfios y arpones para enganchar las galeras enemigas y empezó el baile de hachas, sables, cuchillos y puñales, abordaje tras abordaje hasta sumar trece. El almirante no había visto nunca nada igual. La refriega fue rápida, pero sangrienta. Sonaban gritos de ira y gritos de horror, vivas al rey de aquí y al de allí, llamadas a Dios, a la piedad, al honor y a la muerte. Sus marinos iban saltando de una galera a otra acabando con cualquier oposición en cuestión de segundos.
Al fin, atrapadas las galeras y la galeota, arrojados los muertos al mar y puestos a buen recaudo los presos, se colocaron de nuevo en formación en espera de las nueve galeras restantes. Llegaron las ocho primeras, que fueron tomadas a sangre y fuerza como la docena anterior, pero la novena, percatándose de lo que pasaba, dio media vuelta poniendo pies en polvorosa y echando los restos a los remos para escapar de aquella masacre. Desde la toldilla de su galera, Fernando Sánchez de Tovar la vio alejarse y dar aviso a las cuatro naos que quedaron rezagadas y que ahora estaban prácticamente paradas. El viento había desaparecido, la marea estaba quieta y el almirante pensó que quizás no alcanzarían a la última galera, ni falta que hacía, pero aquellas naos serían suyas, por todos los demonios que lo serían.
Por eso sonreía. Por eso masticaba ahora su victoria salada. Sus hombres acababan de abordar a la última de las cuatro naos. Como las demás, había caído casi sin resistencia después de las primeras cargas de ballesta que, letales, habían cumplido su misión desbordando la formación de defensa enemiga. El mayor daño posible en el menor tiempo. Nada como un primer ataque feroz y sangriento para amedrentar al enemigo y arrebatarle cualquier esperanza de victoria.
Lo más curioso era que con veintiséis navíos preparados para darles caza y seis mil hombres dispuestos a abordarlos lo lógico es que la victoria nunca hubiera sido para ellos. Quién iba a decirle que todo acabaría así. Que acertaría previendo que el cambio de rumbo los atraería hacia ellos como el gusano atrae al pez. Que los seguirían hasta aquel pequeño trozo de mar, un recoveco en la ría de Huelva, ideal para esperarlos en emboscada y que iba a convertirse en propicio campo de batalla, con más de 40 naves en liza. Y quién iba a decirle que la suerte también jugaría su papel. La buena, para ellos, por la necia y proverbial idea de los portugueses de atacar a los inocentes pescadores. La mala, claro, para quienes pescaban, que habían dado su vida, sin saberlo, por la victoria de Castilla. Al fin y al cabo, meditaba, la suerte es para quien la sabe aprovechar.
Pasaba ya el mediodía del 17 de julio del año de 1381 y Sánchez de Tovar ordenó recoger, terminar con los muertos y los vivos, bajar a los remos y tomar rumbo de vuelta a Sevilla subiendo el Guadalquivir con sus 17 galeras y los otros 26 barcos apresados. Fue un paseo triunfal, aunque al almirante le quedaba el regustillo amargo de haber perdido a más de trescientos de sus soldados, y eso siempre duele. Claro que más debieron dolerle al capitán portugués los tres mil (largos) de los suyos que habían caído en la contienda.
La verdad es que Sánchez de Tovar no cumplió el objetivo por el que partió de Sevilla. Los ingleses aprovecharon la ocasión para entrar sin mayores contratiempos en Lisboa y unirse a los portugueses en su incursión por tierra contra Castilla. Pero la guerra estaba acabada antes de empezar. La impresionante victoria castellana en la batalla de la Isla de Saltés había dejado a Portugal sin posibilidades de hacer la guerra en el mar y había colocado definitivamente a Castilla como la potencia hegemónica en el Atlántico. Fernando Sánchez de Tovar falleció tres años después, por la peste, en aquella misma nave capitana, la San Juan de Arenas, en la que había ganado el pulso a la revoltosa Portugal desde las tranquilas aguas de la ría de Huelva.
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