Después de las olas. Los catorce tsunamis que cambiaron la historia de Huelva

La geología y la arqueología se dan la mano para desvelar, a través del poso que dejaron en el subsuelo, los secretos de los cataclismos que han sacudido la provincia desde hace más de 9.000 años

Depósito de tsunamita en la ría de Huelva. Pueden observarse los restos de conchas y animales marinos arrastrados. / J.A. Morales

Huelva/Los sedimentos son como rodajas de historia. Trocitos de pasado que se colocan, uno encima del otro, en el interior de la tierra para contar, a quien sepa o quiera escuchar, su pasado más remoto. En la ría de Huelva, por ejemplo, el fango se acumula en capas milimétricas capaces de dar pistas incluso de cada una de las variaciones climáticas que se han producido en su entorno, y en el estuario del Tinto es posible, a través de los depósitos de metales pesados, seguir el rastro que dejaron siglos de actividad minera. De vez en cuando, sin embargo, aparece un estrato diferente. Una franja de arena gruesa intercalada que se destaca sobre las demás por la rara presencia de fragmentos de conchas rotas, restos de organismos marinos, granos angulosos o microfósiles que no deberían estar allí, sino mar adentro. Las tsunamitas, esto es, los depósitos de un tsunami, aparecen de forma repentina en el registro geológico, como una irrupción que no sigue el ritmo natural de sedimentación. Son totalmente diferentes a lo que tienen justo encima e inmediatamente debajo, y encierran ellas solitas los detalles de cada una de las veces en las que la Humanidad ha sido testigo de la más terrible demostración de fuerza de la naturaleza: la energía incontenible y devastadora de una ola gigante.

Hasta no hace mucho, se podía deducir poca cosa de la tsunamita más allá de su propia existencia como constatación de que un día hubo un cataclismo, pero, como canta Don Hilarión, “hoy las ciencias avanzan que es una barbaridad” y ya es posible, con los adecuados análisis de laboratorio o técnicas como la datación por carbono-14, y gracias al trabajo de investigadores pioneros como el catedrático de la Universidad de Huelva Juan Antonio Morales, saber mucho más: qué energía tuvo la ola, qué pudo llevarse tras de sí, hasta dónde llegó, cuál fue su capacidad destructora y, por supuesto, cuándo se produjo.

La tsunamita no miente, y la tsunamita dice que en los últimos 9.000 años ha habido, como mínimo, catorce grandes maremotos -y por “grandes” entiéndanse “descomunales”-, que han golpeado brutalmente la costa de Huelva. El más antiguo de estos episodios identificados ocurrió en algún momento entre los años 7.470 y 7.370 antes de Cristo, y fue tan violento que modeló por completo las marismas del sur peninsular. Ha habido más tsunamis prehistóricos, por ejemplo uno entre el 5.300 y el 5.100 a.C., y otros dos en torno al 4.600 y al 3.600 a.C. El del año 2.480 dejó un impacto especialmente severo en la zona de Doñana, donde hay signos claros de destrucción de poblamientos dedicados a la agricultura, el pastoreo y la ganadería, y también en el entorno de la ría de Huelva, donde se han registrado evidencias del colapso de comunidades que se habían desarrollado desde el Neolítico y que vivían en torno a asentamientos dedicados a la fundición de cobre. Morales, que lleva investigando en profundidad desde los noventa el registro de toda la costa de Huelva y del estuario de la ría, explica que, de hecho, es posible que este tsunami marcara la línea roja entre el final del Calcolítico y el comienzo de la Edad del Bronce en la provincia. En lo que respecta a su efecto en el territorio, la ola devolvió a la marisma su comportamiento de estuario activo, rompiendo décadas de estabilización tras el final de la denominada ‘transgresión Flandriense’, la gran subida del nivel del mar tras la última glaciación. Otro evento, el del año 1100 antes de nuestra era, produjo un cambio en el patrón de ocupación humana: los asentamientos del Bronce Medio redujeron su escala, su riqueza material y su estabilidad. El historiador y arqueólogo Claudio Lozano plantea la hipótesis de que parte de estas comunidades optaron por replegarse hacia zonas más interiores y elevadas, algo más lejos del mar pero bien conectadas, cerca de las minas o de los ríos, como fue el caso de los cabezos de Huelva, la ciudad de Tejada la Vieja, en Escacena, o Mesas de Asta, ya en la provincia de Cádiz.

Los geólogos están aportando nuevos datos a la comprensión de la historia. En la imagen, Morales durante un trabajo de campo. / MG

Uno de los más impresionantes por su potencia debió ser el tsunami que se produjo entre el año 218 y el 209 a.C., probablemente el más violento del Holoceno en todo el golfo de Cádiz, según los estudios sedimentológicos y arqueológicos realizados por Morales y otros investigadores. Básicamente, la ola reconfiguró al completo la línea costera y el sistema de marismas y canales del entorno de Doñana y la desembocadura del Guadalquivir. Se cree, incluso, que el paisaje que Estrabón describió siglos después como un lago interior, el Lacus Ligustinus, podría ser una consecuencia directa de aquel maremoto.

La violencia de los eventos marinos de alta energía en el litoral onubense no es casual. En la costa suroccidental, donde los estuarios del Tinto, el Odiel, el Guadiana y el Guadalquivir se abren al Atlántico, la plataforma continental se despliega de forma ancha y somera. Este rasgo favorece la amplificación de las olas sísmicas y su propagación hacia tierra firme. La plataforma del litoral onubense es poco profunda, con pendientes suaves y escasa rugosidad, lo que actúa “como un canal natural” que concentra la energía de las olas, dispersándola conforme se aproximan a la playa, pero a costa de ganar “cada vez más altura”, de forma que llegan con potencia incluso a decenas de kilómetros tierra adentro. Las consecuencias de lo que es un mero accidente geográfico, una casualidad, en lo que hoy es Huelva han sido tan devastadoras que han llegado a determinar el devenir, e incluso la desaparición, de las culturas que crecieron al abrigo de su costa. Sin embargo, esta capacidad de la naturaleza para cambiar o incluso escribir el curso de la historia de los pueblos, su relación íntima con los hechos del pasado, ha sido tradicionalmente ignorada “hasta hace bien poco”, dice Juan Antonio Morales, cuando la arqueología ha empezado a utilizar un enfoque multidisciplinar en el que la geología está demostrando que tiene mucho que decir: “Está claro que cualquier evento natural, desde una sequía hasta unas lluvias torrenciales, terremotos o tsunamis”, cuenta el catedrático de la UHU, “tienen una influencia, aunque sea mínima, en lo que le ocurriera a las personas que vivieron ese momento, y más aún si afectó al territorio en el que estaban”. Seguramente, un maremoto, por muy descomunal que sea, “no es el único culpable del final de una civilización -o a lo mejor sí-, pero es obvio que tuvo que influir de alguna manera”. La investigación de la historia “tiene que incorporar, como cualquier otro parámetro, el impacto de la naturaleza”.

El final de Tarteso

Para muestra, un botón (y qué botón): el tsunami del año 560 antes de Cristo, que está plenamente documentado en el registro geológico, coincide en el tiempo con el colapso de la cultura tartésica y su disolución súbita en todo el bajo Guadalquivir y el litoral onubense. Las causas del final abrupto de Tarteso, sin guerras ni destrucción documentada, siguen siendo un misterio que podría perfectamente explicarse en esta coincidencia temporal, que ha llevado a algunos investigadores a considerar que un tsunami, o una sucesión de ellos, pudo haber jugado un papel determinante en el declive de aquella cultura, o al menos precipitarlo. Se sabe que el impacto de la ola provocó la reconfiguración de sus rutas fluviales y la inundación de sus enclaves portuarios, y eso pudo propiciar su éxodo, dando paso a una civilización diferente, mucho menos vinculada al comercio marítimo (también a la extracción y fundición de metales) que habría crecido tierra adentro, remontando el Guadiana hacia Extremadura.

Depósito de tsunamitas en el litoral. / J.A. Morales

Aquel colapso determinó el final de una forma de entender el litoral como espacio comercial y portuario que no recuperó su espacio hasta siglos más tarde, ya durante la etapa romana, cuando se produjo un desarrollo económico y social muy destacado en el litoral onubense gracias a las fábricas de salazones (las cetariae), que trabajaban a plena actividad para abastecer al Imperio y que estaban integradas en una red comercial que conectaba Huelva y sus portus con las rutas marítimas del Mediterráneo occidental. En enclaves como El Terrón, Punta Umbría, Saltés, Onoba o La Cascajera se ha documentado una intensa actividad pesquera e industrial sostenida desde el siglo I de nuestra era. Sin embargo, a mediados del siglo III esa red se desmoronó. La producción cesó de golpe y los asentamientos se abandonaron de forma simultánea y repentina. El catedrático de arqueología Juan M. Campos y el profesor de la Universidad de Huelva Javier Bermejo, director del grupo Vrbanitas, han relacionado directamente este declive con la concurrencia de varios tsunamis. Dos, en particular: uno en el siglo III (no fechado con precisión) y otro de mayor magnitud hacia finales del siglo IV, en torno al año 382 d.C. Los estudios de ambos investigadores han documentado capas de tsunamita superpuestas a niveles de ocupación romana en yacimientos como El Terrón (Lepe), Onoba, Punta Umbría, Cerro del Trigo (Almonte) y Urberosa (en El Rompido). En todos ellos se repite el mismo patrón: instalaciones en funcionamiento que fueron selladas por una capa abrupta de sedimentos marinos, seguidas por un vacío arqueológico que indica su posterior abandono. Este tsunami, el del 382, se considera uno de los eventos de alta energía más relevantes del suroeste peninsular en época histórica. Su impacto fue profundo, ya que no sólo afectó a la geografía costera, sino que alteró profundamente la estructura económica del territorio. Las nuevas instalaciones que aparecen décadas después, en el siglo V, ya no responden al modelo imperial romano, sino a otra lógica territorial, probablemente impulsada desde centros interiores más estables, en un contexto marcado por la reorganización cristiana del poder, tal como plantea Bermejo.

La ciudad romana del Carreras

El caso del río Carreras, en Isla Cristina, es especialmente paradigmático. Frente a Punta del Moral, bajo las aguas del estuario, yace un enclave romano que ha sido objeto de varias investigaciones, entre ellas la que emprendieron Juan Antonio Morales y Claudio Lozano y que supone en sí misma un claro ejemplo de la íntima relación existente entre la arqueología y la geología, y entre esta y la comprensión de la historia. La prospección subacuática reveló la existencia de vasijas, materiales constructivos e importantes restos estructurales, como columnas e incluso lo que fue un molino mareal, diseminados bajo una capa de arena marina que, según el análisis sedimentológico, corresponde al tsunami de finales del año 382. El estudio, publicado en colaboración con el Centro de Investigaciones Marinas y Ambientales de la Universidad de Huelva, identificó no solo la destrucción material del enclave, sino también una importante alteración morfológica del entorno costero: fractura de bancos arenosos, regresión acelerada y desplazamiento de la línea litoral hacia el interior. Todo indica que el asentamiento fue aniquilado por el impacto marino y nunca volvió a ser ocupado. La capa que lo cubre actúa como un sello cronológico, y su preservación subacuática ha permitido reconstruir con gran detalle el momento del desastre en un yacimiento que representa una de las pocas pruebas arqueológicas en el suroeste peninsular donde pueden observarse de forma simultánea los efectos geológicos, geográficos y culturales de un tsunami.

Restos de columnas y del molino mareal destruidos por un tsunami en el asentamiento romano de la ría del Carreras, en Isla Cristina. / Claudio Lozano Guerra-Librero

En nuestra era ha habido otros cuatro tsunamis documentados. Se sabe que el mar avanzó de nuevo en el año 889, en el 949 y en 1531. El registro geológico es claro y ha sido complementado, en parte, por referencias escritas: las crónicas musulmanas de al-Ándalus aluden a grandes avenidas del mar en los siglos IX y X, posiblemente correspondientes a estos episodios, mientras que el tsunami de 1531 está recogido de forma más detallada en fuentes portuguesas, que describen la llegada de olas gigantes y la destrucción que ocasionaron en la desembocadura del Tajo. Aunque las crónicas se centran en Lisboa, los estudios geológicos han identificado depósitos sedimentarios en la costa de Huelva que corresponderían a este evento, aunque su impacto apenas fue documentado localmente, probablemente por la naturaleza dispersa de las comunidades costeras afectadas.

Del que sí que se ha escrito, largo y tendido, ha sido del tsunami del 1 de noviembre de 1755, causado por el gran terremoto de Lisboa. En Huelva, la ola alcanzó varios metros de altura y arrasó con todo lo que había a pie de costa, llevándose por delante poblados enteros y a las cientos de personas que vivían en ellos. Hubo, sin embargo, otras consecuencias que, aunque pueden parecer menos llamativas, tuvieron un impacto mucho mayor en el futuro: el tsunami reconfiguró la geografía de la costa, condicionando su uso para los siglos que lo siguieron, hasta hoy. El canal de la Mojarra o la Punta del Caimán surgieron tras el paso de aquella ola, y un año después, en ese nuevo espacio recién modelado, se fundó la actual Isla Cristina. Qué curioso que, en medio de tanta destrucción, un tsunami tenga también la capacidad de crear algo tan hermoso, aunque, al fin y al cabo, es así, capa sobre capa, como se escribe desde hace miles, millones de años, la historia de este vetusto planeta llamado Tierra.

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