Las tres cosas del tío Juan (y III)

Cien años de José Nogales

El famosísimo final del cuento, con las palabras del tío Juan soñando con la regeneración de España, se convirtió en una especie de banderín de enganche para las esperanzas de un pueblo que vivía la crisis de la derrota ante Estados Unidos y el fracaso de un sistema político caciquil. (Angel Manuel Rodríguez Castillo).

13 de julio 2008 - 01:00

NO durmió bien, porque el excesivo cansancio riñe con el sueño. En las manos parecían arder sus huesos desencajados; el espinazo se le engarrotaba... y en medio de sus dolores, otro sentimiento nuevo lo iba conquistando mansamente; un sentimiento de infinita piedad hacia el jornalero desheredado, que todos los días, a cambio de unos cuartos roñosos, aumenta el caudal ajeno con bárbaro derroche de su propia vida, y como a la madrugada oyese cantar al gallo, pregonero de su deber y compromiso, volvió a ver la claridad del naciente día, y otra vez cogieron sus doloridas manos el azadón lustroso, y el sudor del amo cayó como lluvia fecunda en la heredad, que parecía estremecerse de amor y agradecimiento.

Y un día tras de otro se fue curtiendo al sol y al aire, y mientras más se endurecía la corteza, más nobles blanduras aparecían por dentro. -Como la viña de Apolinar no hay ninguna. La sementera de Apolinar es la capitana. ¡Qué suerte de hombre! -Este era el tema de conversación entre la gente labradora. Los jornaleros se disputaban la casa, porque había formalidad y trago de vino, y allí no se hacía el agio vergonzoso para la baja de jornales. Con Apolinar trabajaban los sanos, los hombres de empuje, estimulados con su ejemplo.

Pasó el invierno y el sol primaveral vistió el campo de gala. Los habares en flor henchían el aire de aromas purísimos; los trigos azuleaban, los cebadales se mecían orgullosamente a compás del viento, las yemas del higueral, reventando al esfuerzo de las primeras hojas, tendían al sol una espléndida gasa de oro verde…, y los viñedos extendían sobre la rojiza tierra otra gasa de pámpanos, y ya el olor tempranero del cierne se esparcía como una caricia dulce y vivificante.

Llegó el día de la prueba; el día temido y deseado en que Apolinar tenía puestos todos los grandes anhelos de su vida. Antes que el canticio de los gallos sonaron las campanas de la torre con un repique de gloria, de alegría, como voces de un coro nupcial que celebrase las bodas del cielo y de la tierra.

No pudo Lucía convencer a su padre de que, al menos aquel día, debiera pasarlo con la chaqueta puesta. -Me ajogaría-. Y por parecerle esta razón de suficiente peso, no daba otra. Con orgullo hereditario cubría su busto de oso polar con limpísima camisa de lienzo, por entre la cual se desbordaba la cresta pelambre como maceta frondosísima. Cuando entró Apolinar, ya estaban allí el primo Clímaco, la hermana Bella con su dilatada prole, los trabajadores de la casa y varios vecinos, atraídos por aquellos olores de cocina y fritanga, fieros despertadores de la gula.

-Que los tenga usted muy felices, tío Juan y la compaña.

-Apolinar, tantas gracias, y lo mesmo digo.

-Vaya, aquí tiene usted la gallinaza de hoy, que parece un bruño.

Y sin pedir permiso, fuese a la cuadra y trajo un brazado de amapolas, que tiró al suelo.

-Tío Juan, eche usted cuenta.

Y más ágil que un pájaro, doblóse y pescó un manojo de hierba en flor que le caía sobre el pecho como una llama.

-Si usted quiere, me la como.

-No tienes que comerla. El toque está en trincarla.

-Lucía, coge el ascua más grande que haya en la hornilla: hala, ya está. Tío Juan, encienda usted su cigarro, y si quiere liar otro, por mí no hay apuro: que ni me meneo, ni bailo, ni soplo, ni sacudo... ¡Como que tengo aquí un callo que parece una onza de oro!

-Ya está. Ahora... justo, las tres cosas. Ahora, tú, Lucía, abraza a este bruto.

El bruto no esperó a Lucía; él la abrazó con toda su fuerza.

-Tío Juan, ¿de veras que es para mí?

-Para ti, cernícalo. Y dale gracias al gallo que te curó; porque ni yo tengo dolor de ijares ni cosa que se le parezca.

-¿Entonces?...

-No seas borrico -dijo Lucía-. Padre quería que madrugases; si no madrugas, no me abrazas.

Apolinar soltó un relincho estrepitoso; un relincho de salud, de amor, de fortaleza y de ventura.

-¿Sabéis lo que soñé esta noche? -dijo el tío Juan-. Pues que yo era el Padre Eterno, y esta mi cordera era la España, y yo se la daba a una gente nueva, recién venía no se de aónde, con la barriga llena, los ojos relucientes, con callos en las manos y el azaón al hombro...

-Un alarido triunfal hendió como dardo sonoro el aire azul de aquella serena mañana del estío. El sol, deslumbrante, caía en lluvia de oro sobre los aperos de labranza; dos mariposas de color de fuego volaban bajo el fresco toldo de pámpanos, y el alegre repique de las campanas parecía responder, allá, en lo alto, al alborozo de la raza nueva, de la raza fuerte, que abría su fecundo surco de amor en la llanura humana.

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