Cervantes, Góngora y el duque de Béjar. Un mecenas de las letras en la Huelva del Siglo de Oro

Historia

Una investigación del historiador Antonio Mira desvela el papel del marqués de Gibraleón en la vida cultural del siglo XVII y sitúa a la provincia en un inesperado y privilegiado lugar de encuentro al que acudieron algunos de los más reconocidos nombres de la literatura universal

Luis de Góngora (izquierda) y Miguel de Cervantes dedicaron sus mejores obras al marqués de Gibraleón. / M.G.

Un paisaje no se describe. Un paisaje se ve, se pinta, se graba, se fotografía, pero no se describe, porque cuando se hace, deja de ser el paisaje de quien lo escribe para convertirse en el paisaje de quien lo lee. Es verdad que ambos paisajes pueden parecerse más o menos según se vayan añadiendo detalles. Por ejemplo, “un árbol grande” no es lo mismo que “un árbol alto, de tronco grueso y verdes hojas que titilan frente a un sol reluciente”, pero eso hay escritores que saben hacerlo y escritores que no, como también están los que lo ponen fácil y los que lo hacen difícil. Entre estos últimos se halla, probablemente en uno de los puestos más altos del podio, el primer protagonista de esta historia, y no es algo que diga el juntaletras de medio pelo que firma arriba, sino que es una opinión extendida entre los expertos de la cosa literaria: lo de Luis de Góngora era otro nivel. Su lenguaje culto, casi críptico, le dio fama de poeta oscuro incluso para sus contemporáneos. Quevedo, con su habitual choteo, se refirió al asunto con versos como este: “Muy dificultoso eres, no te entenderá un letrado, pues aborreciendo puercos, lo puerco celebras tanto”, o este otro, con más retranca aún: “Vuestros coplones, cordobés sonado, son tan sucios de oír, que en las boticas los dan por purgas”. Hasta el FénixFélix Lope de Vega llegó a dedicar al poeta cordobés sonetos enteros como los de este extracto: “Conjúrote, demonio culterano, que salgas deste mozo miserable (…), que le des libertad para que hable en su nativo idioma castellano”. No criticaban por gusto, los insignes literatos, sino que se referían a que versos como estos: “Cóncavo fresno, a quien gracioso indulto de su caduco natural permite que a la encina vivaz robusto imite”, precisamente hablando de árboles, no había quien los entendiera.

Esos versos de arriba, por cierto, pertenecen a la Soledad segunda, un poema inconcluso escrito entre 1607 y 1612 que es, posiblemente, uno de los más complejos y ambiciosos de todo el Siglo de Oro español y que lleva, además de complicándoles la vida a los muchachos de instituto desde entonces, siendo todavía objeto de interpretación. En él, Góngora desarrolla el viaje de un peregrino (el mismo protagonista de la Soledad primera) hacia la costa, trasladando al lector al mundo del mar y describiendo un entorno de playas y esteros que ha suscitado siempre un interesante debate acerca de dónde transcurre realmente la acción, que algunos situaron en el norte peninsular o en la costa valenciana y otros han llevado hasta Italia, Grecia, América e incluso a una Arcadia imaginaria. El consenso actual, sin embargo, acerca el poema a un paisaje mucho más cercano, en el suroeste peninsular, y con rasgos muy específicos que encajan como un guante en uno muy reconocible por los onubenses: la desembocadura del Río Piedras y la Flecha de El Rompido.

El consenso actual, sin embargo, acerca el poema a un paisaje mucho más cercano, en el suroeste peninsular: la desembocadura del Río Piedras y la Flecha de El Rompido

“Ya están estos de Huelva queriendo llevarse el mérito”, se dirá el lector, y se preguntará si, dado que el texto está sujeto a tantas interpretaciones, por mucho que encaje lo de El Rompido, ese que se describe no podría ser casi cualquier otro paisaje del mundo. Y es cierto que podría, pero es que resulta que Góngora solo estuvo en un sitio parecido en el tiempo concreto en que escribió el poema, y ese sitio era la provincia de Huelva, donde vivió durante un tiempo como invitado del hombre a quien, precisamente, le dedica su Soledad segunda: Alonso Diego López de Zúñiga Sotomayor y Guzmán, sexto duque de Béjar y sexto marqués de Gibraleón. El historiador Antonio Mira Toscano, que acaba de publicar su último trabajo sobre la vida del noble onubense dentro de la obra coral Historia de los Duques de Béjar, ha confirmado la estancia del poeta en el castillo olontense y su viaje por los paisajes que inspiraron sus silvas más famosas: el río Piedras, los pinares y cerros de El Rompido, el ruinoso castillo de San Miguel, las marismas o la otra banda son visibles en muchos de los versos de Góngora. La “playa donde el río se remansa”, “el campo que dos veces pisa el agua”, los “muros desmantelando, pues, de arena, “espumoso el Océano, medio mar, medio ría”, o este otro endecasílabo, que casi lo dice todo en solo siete palabras: “Rompida el agua en las menudas piedras”, describen, a la manera gongorina, el hermoso paisaje de la desembocadura del Piedras entre Lepe y Cartaya.

Carta náutica de la costa onubense en 1695, en la que se aprecia la desembocadura del río Piedras entre Lepe y San Miguel (El Rompido). / Iohannis van Keule[n] / IGN

El “poético concilio”

Pero Góngora no fue el único invitado excepcional del noble. El duque de Béjar había hecho de Gibraleón su residencia principal desde comienzos del siglo, y el castillo -transformado en palacio- se convirtió en un pequeño foco de mecenazgo literario. La coincidencia entre la dedicatoria gongorina y la presencia del poeta en la zona encaja con la biografía del duque y con los testimonios de la época. Mira Toscano, que es uno de los investigadores que mejor conoce su historia, ha demostrado que entre 1601 y 1619 el ducado entero se gobernaba desde Gibraleón, que allí residía la familia y que su palacio servía tanto de casa de gobierno como de escenario de una intensa vida intelectual. Desde allí, el noble, nacido en la misma localidad en 1578, dirigía sus tierras, administraba rentas y mantenía correspondencia con Sevilla, Valladolid y Lisboa, pero también reunía a poetas, músicos y humanistas. El duque, además, no fue un mecenas de etiqueta, sino que realmente era un lector apasionado, más interesado por la conversación y los libros que por los desfiles cortesanos, como explica Antonio Mira. En su biblioteca, según los inventarios conservados, había traducciones de Ovidio y Petrarca, obras de Garcilaso y Ariosto o tratados de historia y de teología. Su vida se parecía más a la de un humanista que a la de un aristócrata, un gusto por las letras que convirtió a Gibraleón, durante casi dos décadas, en un lugar de paso obligado para quienes vivían de ellas. El poeta Cristóbal de Mesa, capellán del duque y amigo personal de Cervantes, lo describió con precisión en un poema que dejó escrito hacia 1605, donde evoca las veladas del palacio: “Cuando a Gibraleón venís de Lepe con vuestros ingeniosos dos criados (...) haciendo un poético concilio”. Lo que se cocía en el castillo era una auténtica tertulia literaria en la que se leían los clásicos, se comentaban sus traducciones y los artistas y nobles discutían sobre poesía y política. El mismo Lope de Vega, que aunque no llegó a visitar Gibraleón (o, al menos, no hay constancia de que lo hiciera) sí que conocía la casa, la definió, en El Laurel de Apolo, como aquella “donde el verso halló amparo”.

La fama no le cayó al duque del cielo. Dos años antes de la estancia de Góngora, en 1605, el nombre de Alonso I Diego ya había quedado fijado para la posteridad en la primera página de una obra revolucionaria gracias a una dedicatoria que no deja lugar a dudas sobre el papel del noble en la historia de la literatura: “Al duque de Béjar, marqués de Gibraleón” -decía el ofrecimiento- “en fe del buen acogimiento y honra que hace Vuestra Excelencia a toda suerte de libros (…) he determinado de sacar a luz al ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha”, escribió un por entonces poco conocido Miguel de Cervantes, reconociéndole sin rodeos su protección, el “abrigo” al cual vio la luz la obra más importante de la literatura universal. El duque se convirtió, sin saberlo, en el mecenas de la novela moderna.

Dedicatoria de Cervantes al duque de Béjar, marqués de Gibraléon.

Así fue como, entre Góngora y Cervantes, bajo la admiración de Lope y la amistad de Cristóbal de Mesa, la figura del marqués se distinguió sobre las demás. El hijo de una de las casas más antiguas de Castilla, heredero de los títulos de Béjar y Gibraleón en una época de crisis económica y de reformas, eligió vivir en su villa natal, lejos del ruido cortesano, convirtiendo su palacio en “un foco de cultura humanista”, como lo describe Mira Toscano. En su planta alta, la de la biblioteca, el duque y sus invitados disfrutaban, mirando al Odiel, de la lectura de primeras ediciones de obras que hoy son imprescindibles para entender no solo la literatura, sino el propio mundo.

Durante siglos los historiadores apenas vieron en él un título más en la larga lista de nombres de la nobleza castellana, pero la huella del duque de Béjar -que murió joven, con apenas cuarenta y dos años- sigue siendo profunda. Su vida fue breve, pero lo que sembró en ella bastó para que Huelva quedara inscrita, aunque pocos lo sepan, en la geografía literaria del Siglo de Oro. La recuperación de su figura ha sido posible gracias al trabajo de historiadores como Antonio Mira Toscano, que ha devuelto nitidez a esa época olvidada. Su investigación no solo reconstruye la biografía del duque, sino que rescata el valor cultural de su villa natal, y muestra cómo Gibraleón fue, a comienzos del siglo XVII, un centro de gobierno y de letras, un espacio de diálogo entre Andalucía y Castilla donde coincidieron escritores, traductores, músicos y clérigos en un tiempo en que la cultura española vivió el mejor momento de su historia.

Cuatro siglos después nadie habita ya el ruinoso castillo-palacio. No hay corrales de comedias ni lances por honor ni tercios en Flandes, y los nobles solo salen en el Hola, pero el paisaje sigue prácticamente intacto y todavía es posible reconocer la imagen con la que Góngora describió, tan bien, las marismas del Piedras, ese lugar en el que “éntrase el mar por un arroyo breve”. Incluso, aún hoy, podría uno imaginarse a los pocos pescadores que quedan volviendo de faenar cuando “los escollos el Sol raya”, aunque, como todo el mundo sabe, esa luz de poniente, ese fuego roto, rojo, rotundo, que se refleja cada atardecer en el cristal bruñido que es la ría, en realidad, no se puede describir. Ese paisaje no se escribe, se vive.

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