El cerillo y el fusil

Cien años de José Nogales

19 de julio 2008 - 01:00

L OS campesinos andaluces han vuelto a sus faenas dando una buena lección a la parte contraria. Pacíficamente abandonaron la siega y pacíficamente regresan al cortijo. Ha concluido la leyenda terrorífica de las masas sin Dios y sin freno, sedientas de sangre burguesa y ansiosas de acabar, de un golpe audaz, con todas las entidades posesivas.

Siguiendo lo que se pensaba y se sentía durante la pasada huelga en los campos jerezanos, yo quería saber lo que fuera de allí se pensaba y se sentía con relación a los sucesos, ya que por una y por otra parte las tendencias se prolongan en los grandes círculos concéntricos de una solidaridad evidente. Para eso interrogué a un jornalero de la vega sevillana, vivo, apasionado, de intensa energía nerviosa, de un temple mental algo exaltado, como si el sol meridional pusiera en juicio las cuatro o cinco ideas fundamentales que pudo recoger al azar durante su vida: "¿Qué te parece eso de Jerez? Mejor dicho, ¿qué piensas de esa cuestión del campo, de este pleito entre el trabajador y el propietario?" Y guiñando un ojo con infinita picardía y luego mascullando las palabras como quien no quisiera entregarlas por completo a las de un oído, contestó después de larga pausa rellena de gestos: "pues lo que es yo... en seguida la arreglo, ¿sabe usted cómo? Con un cerillo, na más que con un cerillo". E hizo además de encender una cerilla en el envés de un muslo, y luego aplicarla a un campo de mies imaginaria que parecía ver ardiendo consumiéndose en una llamarada inmensa que llegaba a las nubes y se tendía como un castigo purificador sobre la tierra maculada por todos los odios, y enfebrentada por todos los crímenes.

Yo sentí una impresión penosa; ¿qué remedios son éstos, qué ideas son éstas que vienen a turbar porque sí la armonía de todos los conceptos? Sin duda hay malestar y desequilibrio en la función social, pero arrasando, destruyendo las fuentes de la riqueza, no puede restablecerse el ordenado funcionamiento del gran organismo. Afortunadamente, pensé, los campesinos jerezanos han hecho bien en acabar con la leyenda teórica del cataclismo salvador. Entonces quise hablar con un hombre de orden, burgués por los cuatro costados, religioso, morigerado, apacible y benigno en todas sus cosas. Y cuando hice la misma pregunta que al trabajador, vi que trataba de reprimir un gesto de fiereza descompasado, y sin lograrlo por completo, díjome con acento duro, en él desusado en que ardían no sé qué indignaciones: "Crea usted que eso lo arreglaba yo en cinco minutos, ¿no lo cree usted? En cinco minutos. Un batallón, una descarga, doscientos hombres pataleando y en paz; ni una rata se movería".

Y al oír esto, sentí una pena más grande, porque en aquel apacible ciudadano bien vestido, bien comido y bien bebido, la bestialidad era menos disculpable. ¡Dios mío, qué cosas se le ocurren a los hombres para resolver problemas sociales tan hondos y temibles! Los unos deseando la desaparición de los frutos que a todos nos sustentan, los otros queriendo asesinar en masa al trabajador miserable sin el cual no habría riqueza.

Y entre estos crueles extremos que nada resuelven, el malestar agrandándose, cundiendo, trepidando como el fuego oculto de los volcanes. Panaceas no faltan. Últimamente, para la resolución del conflicto agrario, ha sido eficazmente recomendada la devoción al Sagrado Corazón de Jesús por los PP. Jesuitas de Jerez.

No pondré en duda la eficacia, pero estimo que el Gobierno debe estudiar y resolver el asunto de la mejor manera posible, concertando unos y otros intereses, haciendo que nadie piense en el cerillo ni en el fusil como el remedio salvaje de la función perturbada.

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