La Fundación Laberinto continúa trabajando para construir el centro P’alante

Un castillo para los Niños de Sonrisa Blanca

  • Con la campaña ‘Un ladrillo, una realidad’ cada onubense podrá contribuir a la construcción del centro para niños y jóvenes con enfermedades raras

Un castillo para los Niños de Sonrisa Blanca

Un castillo para los Niños de Sonrisa Blanca

Esta es la historia de unos niños únicos. De unos niños especiales con un poder asombroso. En realidad, esta es también una historia sobre sus padres. Mujeres y hombres con superfuerza y supertenacidad. Cada día unos y otros luchan por un futuro mejor del que les ha tocado en suerte. Lo bueno es que lo están consiguiendo. Lo malo, que el tiempo, como en casi todo, corre en su contra. Pero seguramente será mejor empezar desde el principio, que es como deben empezar las cosas.

Érase una vez, hace no mucho tiempo en una vetusta villa, nació una niña. Eso ocurre muy a menudo. Nacen niñas. Pero esta era diferente. La pequeña, hija de un viejo trovador, creció como cualquiera otra: jugaba, correteaba, pronunciaba sus primeras palabras, cantaba… Vivía feliz y hacía felices a quienes la rodeaban. Un día llegaron los primeros problemas de salud, y al tiempo los siguientes y después llegaron otros. Iban acumulándose, haciendo de aquella niña una persona distinta. Sus padres, contrariados, empezaron a visitar a los mejores médicos del lugar. De uno a otro buscando respuestas hasta que la hallaron: la niña padecía una extraña enfermedad. Una enfermedad rara, degenerativa, incurable y mortal. Era especial. Pronto empezaron sus conductas extrañas, sus ataques o los gritos repentinos, después la pérdida paulatina e imparable del habla y más tarde la de su capacidad de caminar. Sin embargo, también comenzó a mostrar su poder. Un poder único e increíble: tenía la sonrisa blanca. Brillaba. Era una risa pura, auténtica, limpia y resistente al desaliento. Una sonrisa blanca que se convirtió en la fuente de donde manaba la superfuerza del viejo trovador, que muy lejos de embobarse en su desgracia (la de su hija, en realidad), inició un largo e incierto peregrinaje a otras tierras, cercanas y remotas, en busca de una milagrosa cura que finalmente no encontró.

Pero el poder de la Sonrisa Blanca es tal que no da oportunidad a la aflicción ni a la apatía. A la vista de que el milagro no existía solo quedaba una opción: “al menos, que sea feliz”, pensaba el trovador, que salió presto a buscar mil maneras de que su pequeña Niña de Sonrisa Blanca viviera lo mejor posible el tiempo que tuviera que hacerlo, que desgraciadamente, como le habían explicado todos aquellos médicos, no sería mucho. En cada una de esas mil maneras halló a otros como él. A padres de niños y niñas de Sonrisa Blanca, afortunados poseedores de esa misma tenacidad. Todos eran diferentes (si unos eran hijos del noble, otros lo eran del labrador; si unos eran jóvenes, otros viejos; si unos risueños, otros serios), pero les unía un lazo irrompible: unos niños que no podían valerse por sí mismos.

Así fue que, poco a poco, los vecinos de la vetusta villa que se encontraban en la misma tesitura que el viejo trovador fueron uniéndose para hacer de su fuerza el poderoso antídoto contra uno de los grandes problemas que amenazaban la felicidad de sus niños: tenía fecha de caducidad, y es que aunque durante una parte de su vida el Reino se hacía cargo de gestionar sus poderes, de guiarles, enseñarles y cuidarles en centros especiales para niños especiales como ellos, donde los conocían y los atendían con más menos destreza, manejaban sus curiosas habilidades, los mantenían activos, atentos y unidos, a la edad de 21 años ya no habría lugar para ellos. Serían abandonados a su suerte. Desterrados del sistema que los había educado y había cuidado de ellos. Abocados a vivir en la soledad de su familia. Bien cuidados, sí, pero sin un lugar en el que encontrase y seguir creciendo, en el que hacer cosas y aprender.

Pero ya sabemos que estos eran padres con superfuerza y supertenacidad. Padres sabios y comprometidos, dispuestos a acabar con el triste futuro que amenazaba a sus hijos y a los hijos de los padres que vinieran después. Así que salieron, del escondrijo que eran sus casas, a las calles de la vetusta villa. Contaron sus problemas en cartas, en libros, gacetillas y canciones y fueron escuchados. Al principio como un susurro, luego como una voz tenue y más tarde como un grito. Necesitaban un lugar en el que los Niños de Sonrisa Blanca pudieran seguir sintiéndose vivos y seguros. Hablaron y debatieron, expusieron ideas y recibieron consejos y opiniones, y pronto supieron qué debían hacer: construirían un gran castillo. Un precioso, alto y amplio castillo en el que cupieran todos los Niños de Sonrisa Blanca y donde todos los Niños de Sonrisa Blanca pudieran seguir creciendo juntos sin miedo a terminar encerrados en sus casas cuando se hicieran mayores. Un castillo, al que llamarían ‘P’alante’, en el que pudieran seguir aprendiendo y ser cuidados como se merecían. Como merecería cualquiera. Un castillo bonito, con grandes jardines, con sitios en los que jugar o hacer ejercicio, donde cocinar y comer y disfrutar de la compañía de los amigos y la visita de las familias.

¡Construir un castillo! Es verdad que pudiera parecer una fantasía. Un milagro imposible. Una quimera. Pero pocas cosas son más fuertes que los sueños. Aquellos padres empezaron a tocar muchas puertas, y no pocas se abrieron. Constituyeron un Consejo de Sabios con grandes maestros, antiguos miembros del Concejo, juristas, viejos gobernadores y otra gente de bien y crearon una Fundación a la que pusieron por nombre ‘Laberinto’. Como cada vez eran más fueron tocando cada vez más puertas de donde salían cada vez más ciudadanos dispuestos a seguir tocando puertas. Y puerta a puerta consiguieron llegar hasta las de las casas de los Grandes Gestores de la villa y de allí a las de los palacios del Reino. Muchos quisieron ayudarlos -quizás otros no, aunque de eso nada se ha escrito- y juntos se pusieron manos a la obra.

¿Construir un castillo? Claro que se puede, se animaban unos a otros. Y aun conscientes de la dificultad del lance no dudaron en acompañarlos para seguir tocando puertas. Las calles se llenaron de Niños de Sonrisa Blanca que paseaban, de la mano de sus padres o empujados en sus sillas de ruedas, mostrando su realidad a los vecinos, pidiéndoles su ayuda para hacer posible el sueño, contagiándoles su ánimo. ‘P’alante’, como su castillo, iban dado pequeños o grandes pasos. La propia villa les cedió un gran espacio en el que habría de cimentarse en el futuro. Poco a poco -comentaban entre ellos, esperanzados- lograrían construirlo a pesar de lo costoso y lo complejo. Porque allí estaban, arropándoles, sus conciudadanos, capaces de hacer posible lo imposible. Solidarios. Se trataba de conseguir uno de esos grandes milagros de la gente pequeña, como decía un sabio del lugar. Y en esa idea fabricaron todo tipo de artilugios, adornos y herramientas que iban vendiendo de cuando en cuando, organizaron verbenas, festivales y concursos para ir ahorrando algunas monedas con las que pagar (todo cuesta dinero, también entonces) la construcción. Poco a poco iban sumándose a la aventura amigos y desconocidos. Cada vez más, hasta que llegara el día, soñaban, en el que niños y ancianos, mayores y jóvenes, hombres y mujeres, ricos, pobres, humildes, poderosos, plebeyos y nobles de toda la villa se alinearan en una larguísima fila de personas buenas y manos dispuestas, y cada una de ellas iría colocando un ladrillo, y ladrillo a ladrillo se alzarían los muros, y de los muros saldrían murallas y de ellas terminaría levantándose el precioso castillo. Único en el Reino. Un castillo hecho para los Niños de Sonrisa Blanca. Probablemente, para entonces ya no brillaría la de la hija del trovador ni las de otros muchos hijos de aquellos primeros padres que soñaron con cambiar el mundo, pero ellos sí estarían. Observando desde lejos, con mirada triste y gesto sonriente, cómo se abrían las puertas de un castillo en el que que todos los Niños de Sonrisa Blanca de la vetusta villa serían más felices. Escuchando, ahora con los ojos cerrados, el griterío y las risas que iban inundando los pasillos de lo que no hacía mucho era solo el loco sueño de unos padres y unos niños únicos.

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