War Room

Los trucos del buen orador

  • Hablar con concreción, evitar extenderse en los saludos protocolarios y huir de los arrebatos de creatividad son parte de las pautas para construir un discurso coherente

War Room: Los trucos del buen orador

Decía Platón que el comienzo es la parte más importante de toda tarea. En una intervención pública, el inicio es el momento en el que todo el mundo está prestando atención. Ésta dura sólo algunos segundos, durante los cuales, si no hemos sido capaces de atrapar al oyente, lo habremos perdido para siempre. Todavía muchos políticos malgastan este precioso tesoro en los saludos protocolarios, permitiendo que la atención se disperse y dejando entrever lo que probablemente vendrá luego: un discurso aburrido. Un buen inicio es clave para el éxito, pero no basta.

En su investidura como presidente de Estados Unidos, Barack Obama resolvió los saludos en apenas un puñado de segundos nombrando al poder ejecutivo, legislativo y judicial. Nadie quedó fuera y no hizo falta más. Agradecer nominalmente la presencia en un acto no aporta nada y supone abrir una rendija por la que se escape la atención del público. Lo principal en una introducción es llamar la atención, sorprender, inspirar curiosidad e ilusionar al público con lo que está por venir. Y los saludos matan a la expectación.

Evitar las letanías. Ésta es una cuestión básica para impedir la dispersión del auditorio. Y para captar la atención, la mejor manera es pronunciar algo sorprendente, distinto, siempre adaptado al contexto y que no suene artificial.

Decirlo es fácil, hacerlo no tanto. Construir una buena intervención no es una tarea sencilla. Los sentimientos pesan tanto como los argumentos y las ideas, y se trata de encontrar el equilibro entre emoción y razón. Ambas son importantes, pero la una sin la otra puede arruinar hasta la intervención más elaborada. Un discurso sólo emocional no tiene ninguna sustancia, y sólo racional, no convence. Por tanto, observar el contexto, leer el estado emocional del público y añadirle la dosis de racionalidad que requiere son ingredientes necesarios para que el discurso sea eficaz.

Porque los discursos no son buenos o malos, bonitos o feos. En comunicación se habla en términos de eficacia, o lo que es lo mismo, que sirva para el propósito para el que se pronuncia. El discurso político está concebido para lograr una reacción en el receptor. Pueden ser mensajes para persuadir, para movilizar, para provocar miedo o generar esperanza. Pero en todos los casos, han de combinar racionalidad y emocionalidad.

Y todo ello debe ser luego bien expresado. Encontrar un político que comunique no es siempre tarea sencilla. Porque un buen orador no es aquel que habla bien, sino el que transmite eficazmente sus prioridades o consigue persuadir a la audiencia. En ese sentido, la oratoria no debe ser considerada como un fin en sí mismo. En el caso de la política es el medio para lograr un propósito, un instrumento al servicio de un objetivo para que la comunicación no se convierta en mero ruido.

Uno de los discursos del expresidente de Estados Unidos, Barack Obama. Uno de los discursos del expresidente de Estados Unidos, Barack Obama.

Uno de los discursos del expresidente de Estados Unidos, Barack Obama.

En la política, el objetivo final de convencer con las ideas es ganar elecciones. Uno de los ejemplos más claros de la historia lo tenemos en Hitler, quien alcanzó el poder a través de unas elecciones democráticas que pudo ganar gracias a su capacidad de oratoria y su poder de convicción con sus argumentos sobre el pueblo alemán.

Mejor breve

Algunos estudios demuestran que, en líneas generales, podemos mantener nuestra atención de manera ininterrumpida durante 18 o 20 minutos. A partir de ahí, el orador empieza a perder público hasta que prácticamente termina hablando solo, sin que nadie le escuche.

El secreto del buen orador es, por tanto, la concisión. Un líder político debe ser conciso y su mensaje parecer sencillo. De hecho, cuanto más sencillo parezca, más horas de trabajo tiene detrás. Porque las palabras que pronuncian los políticos no pueden (no deben) ser objeto de improvisaciones. A otro de los grandes oradores de la historia, Winston Churchill, le preguntaron acerca de qué hacía para improvisar tan bien sus discursos, a lo que respondió: “por la mañana me preparo muy bien lo que improvisaré por la noche”.

Uno de los oradores más eficaces que se recuerda, Winston Churchill. Uno de los oradores más eficaces que se recuerda, Winston Churchill.

Uno de los oradores más eficaces que se recuerda, Winston Churchill.

La creatividad, o mejor dicho los arrebatos de creatividad, tampoco casan muy bien con la eficacia del discurso. “Por favor, pongan límites a su inventiva; no todo vale”, nos recomienda el consultor Xavier Domínguez, quien es muy taxativo con respecto a la concisión: “en política, si queremos ser escuchados, aunque sea por casualidad, debemos, obligatoriamente ser breves. Hablar es fácil, pero que nos escuchen no tanto”.

La concreción requiere tiempo, trabajo y un líder que sepa comunicar cosas complicadas de manera sencilla. La economía discursiva requiere decir mucho con pocas palabras, y su fruto son mensajes contundentes y sintéticos.

En muy poco tiempo, hemos pasado de la era de la información a la de la interrupción. El whatsapp, las redes sociales o la multipantalla nos han acostumbrado a absorber la información de manera fragmentada. Vivimos con ansiedad y nos cuesta concentrarnos. ¿Qué espacio le queda entonces al discurso político?

La receta TEP está pensada para sintetizar un mensaje político y que éste sea persuasivo. Divide el discurso en tres partes.

La primera (T) es un título potente, capaz de capar la atención; sirve para encuadrar y resumir la exposición y nos avisa hacia dónde discurren los derroteros discursivos.

La segunda (E) es la explicación, que puede ser racional (basada en datos, estadísticas, etc.) o emocional, para cual se emplea el storytelling.

La última parte (P) es la solución, que puede ser una propuesta completa, un repertorio de valores o una llamada a la acción.

Por tanto, se trata de condensar en un minuto un título para impactar, una explicación para diagnosticar y una propuesta para seducir.

Decíamos que un discurso tiene que tener gancho en sus inicios. Pero no basta. El cierre es otro momento crítico y ciertamente difícil, porque demasiados oradores no saben poner fin a sus palabras. Para que sea memorable, ha de terminar con brillantez, como ya advirtió el poeta estadounidense Henry Wadswoth Longfellow: “grande es el arte de comenzar, pero mayor es el arte de concluir”.

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