Viñeta del Grupo Escolar Tartessos en el año 1962 (I)

Historia menuda

Primavera de 1962, en una mañana invadida por el ambiente alegre y pletórico, los niños entran en el Grupo Escolar llevando a sus espaldas la maleta con algunos libros y alguna torta de algarroba

COLEGIO de noble ideal educativo, / Atenea te engendró y en sus senos / Has sido faro cultural para Balbueno / Durante más de medio siglo activo.

Tus profesores, hidalgos paladiones, / Tu leyenda, con su impronta, ha tejido, / Y han resultado en la pugna ennoblecidos / Para alcanzar tan elevados fines.

En este 2012 de homenajes merecidos / Mi pluma a loarle no le alcanza / En sus gentiles y ejemplares memoranzas.

Y tus antiguos alumnos, centro fecundo, / Se sienten felices de la feliz estancia / Para blasonar de ti en medio mundo.

Esta viñeta pertenece a la eclosión de la primavera de 1962, auténtica saison onubense que la convierte en una de las más hermosas del mundo, en una de cuyas mañanas estaba invadida por el ambiente alegre y pletórico y entraba los niños y las niñas en el Grupo Escolar Tartessos.

Un grupo de zagalones avanzan, impetuosos, y están a punto de derribar a don Honorio, que camina con la gravedad y arrogancia de un César de la antigua Roma imperial. No anda muy descaminado este símil, ya que momentos después impartirá a los niños de 7º y las niñas de 8º nivel las nociones de Latín y Griego que tanto les beneficiarán en el inmediato Instituto La Rábida. Varias madres de escolares de este colegio entregan, en el despacho, a don Tomás, el director, las cincuenta pesetas -¡todo un mundo económico en aquella época!- que cuesta la permanencia mensual de sus retoños a fin de que refuercen algunas dudas que ponen en entredicho sus saberes en determinadas materias.

Desde las casas diseminadas alrededor de la llamada "de la Gañanía" (popularmente conocida por las del Campillo y que corresponde en la actualidad con la barriada Pérez Cubillas), varios niños y niñas se dirigen a la Escuela. Hoy van disfrutando del tiempo reinante pero, en los meses anteriores, sus caritas delataban la dura escarcha que padecían. En sus espaldas llevan la maleta con algunos libros y alguna torta de algarroba que por la necesidad se les suponía el más delicioso de los dulces.

El paisaje es bonito y en él se destacan algunos sauces llorones que, en esas fechas, abren sus flores, en pequeños amentos, para recreo de los escolares. Y todavía los niños y niñas, que son como flores de la Humanidad, ponían la nota del color y del mimo: En este sentido siempre nuestra capital ha tenido para la infancia cuidados especiales; y no existían cuando marchaban, solos o acompañados, y pretendían atravesar el centro de la calle Isla Cristina, con qué presteza el guardia urbano encargado de regular la escasa circulación detenía los vehículos para que pasaran sin peligro.

Por esta misma rúa Isla Cristina, un automóvil en marcha es imagen de una vida, piensa don Julio, que se aproxima al centro que historiamos con una lentitud que es delectación y voluptuosidad. No muchos años después, solicitará destino a otro colegio para seguir el impulso de su vocación: dar clases de Educación Especial. Don Julio solía denominar cariñosamente a sus alumnos con la palabra mochuelo.

En esta mañana primaveral la calle Isla Cristina está sumida en la plenitud de una mañana de sol fulgente. Meses antes los niños, cuando estaba la vía inundada por las copiosas lluvias, se quitaban los zapatos y los calcetines, y se remangaban el pantalón para acceder al Colegio.

Y aquí abrimos la compuerta de la anécdota: en la acera de la calle Isla Cristina donde se alineaba la Papelería Padilla, sólo se alzaba un par de los numerosos bloques de estimada altura que existen en la actualidad.

Eso sí, había algunos solares y diversos pisos en construcción. Uno de ellos, con las constantes y abundantes lluvias que caían entonces que parecía que los ríos, riberas y arroyos se habían salido de madre y de toda la familia, en la que los vecinos de las casas bajas hacían vida de barriletes, se inundaba alcanzando el perímetro una profundidad que superaba el medio metro. Esta circunstancia propiciaba que los niños se subiesen en tablones que había por doquier o en alguna que otra puerta vieja y carcomida, y entablasen épicas batallas navales cuyos perdedores caían de las improvisadas cubiertas dándose el consiguiente chapuzón. Más tarde, los aguerridos y acuáticos marineros que habían zozobrado, al llegar a sus casas serían "exprimidas" sus posaderas por la alpargata de sus madres.

stats