Recordando a José Jiménez Villarejo

José Jiménez Villarejo fue fiscal jefe de la Audiencia de Huelva.
Carlos Navarrete Huelva

17 de diciembre 2013 - 01:00

Conocí a José Jiménez Villarejo, fallecido recientemente en Madrid, cuando era un joven fiscal que había ingresado hacía poco tiempo en esa carrera y yo un estudiante de derecho que tuvo la fortuna de ser su alumno en alguna de las clases que ocasionalmente impartía en Málaga.

Esa distancia no era infranqueable con él, aunque con otras personas de su posición social, en aquella España acartonada y jerárquica de los años sesenta del pasado siglo, hubiera sido abismal .

Mi relación era más equilibrada con su hermano Carlos aunque entre los dos existiera la diferencia de ir por delante de mí en dos cursos, lo que no fue impedimento para que se estableciera entre Carlos y yo una profunda amistad y un código compartido de valores comunes.

En esa primera época de mi relación con Pepe Jiménez, ayudaba con sus adquisiciones a los jóvenes pintores-promesa de Málaga lo que constituía una manifestación de esa sensibilidad artística y social que le acompañaría de por vida.

Concluida mi licenciatura y ante mis dificultades económicas me preparó gratuitamente para las oposiciones a las que quería presentarme.

Durante un largo periodo en que no coincidíamos en la misma ciudad nos vimos con alguna frecuencia y finalmente ambos recalamos en Huelva, él como fiscal alcanzando aquí el grado de fiscal jefe y yo como abogado significado social y políticamente, lo que añadió al vínculo amistoso una riqueza nueva de experiencias y esperanzas.

Sospecho que su privilegiada inteligencia había llegado a la implicación política por un doble camino: el que le recomendaba su condición de cristiano comprometido y el que paradójicamente le abría la desazón de tener que pelear todos los días con una normativa jurídica que trataba de eludir en la medida de lo posible en tanto no fuera sustituida por otra más propia de la democracia. A este respecto recuerdo, en la Málaga que para nosotros era cada vez más lejana, su choque con un gobernador civil, fiscal como él, que le obligó a abandonar la Presidencia del Ateneo malagueño y su enfrentamiento con su superior jerárquico que no le permitía aplicar la eximente de "trastorno mental transitorio" a una persona que en su ebriedad etílica -o tal vez en su lucidez- había osado ofender al dictador y por tanto afrontaba durísimas penas.

En los difíciles tiempos de la Transición, donde nuestras convicciones nos obligaban a bordear la legalidad existente, fue mensajero del deseo del juez y gobernador suarista Belloch padre, que deseaba tener una conversación discreta con el PSOE aún no reconocido, de manera que nos ofreció su domicilio en el Palacio de Justicia y así el representante del Gobierno, yo mismo y él nos convertimos en sediciosos de acuerdo con el Código Penal entonces vigente.

Muchas veces me he acordado de un pensamiento suyo que me ha dado cierta paz en algunos momentos difíciles: "en la vida colectiva el conflicto forma parte de su esencia".

Creo que muy merecidamente, en su larga trayectoria como fiscal, hizo honor a la máxima de nuestra ilustre penalista Concepción Arenal -tan oportuna hoy cuando aparece con alguna frecuencia grupos con vocación de linchadores- : "Odia el delito y compadece al delincuente".

No puedo olvidar que el 22 de febrero de 1981, cuando regresaba a mi casa en Huelva tras salir del secuestro del Congreso, una de las personas que estaba en ella esperándome era Pepe Jiménez.

El Gobierno socialista le nombró fiscal delegado para la Lucha contra la Droga, cargo que ejerció con una valentía temeraria y en el que cesó sin que nunca, creo que por delicadeza hacia mi condición de diputado de la mayoría que apoyaba al Gobierno, me explicara las razones. Así el tema se excluyó tácitamente de nuestras asiduas conversaciones y yo no le manifesté nunca lo que pensaba y ahora hago explícito: que más perdió la Delegación para la Lucha contra la Droga que él mismo.

Estos encuentros continuaron siendo él ya magistrado del Tribunal Supremo donde llegó a presidir la Sala de lo Militar, con un escrupuloso respeto a nuestros diferentes roles.

Posteriormente yo caí gravemente enfermo y él también, lo que no impidió que llamara a mi mujer repetidamente para interesarse por mi complicada evolución cosa que le agradecí tan pronto como pude conversar de nuevo con él.

Hace unos meses tuve mi última conversación con Pepe quien consciente de su estado terminal me dijo con la valentía estoica que siempre le caracterizó que: "A mis ochenta y cuatro años no podía decir aquello de pobre muchacho, que mala suerte tiene".

Esta es nuestra última charla con la que pretendo revelar algunos aspectos de su prodigiosa humanidad a los muchos amigos que ha dejado en Huelva al tiempo que le rindo homenaje a su memoria e intento llevar a su esposa Trini, a sus hermanos e hijos, alguna clase de modesto consuelo.

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