Pecios en la costa de Huelva

‘Rayo’, el navío de la batalla de Trafalgar que sigue hundido en Doñana

  • Construido en 1748, fue el barco más viejo de la flota combinada que se enfrentó a los ingleses en la histórica batalla. Sus restos, muy deteriorados, se encuentran a escasos seis metros de profundidad y a solo 300 de la orilla en Mazagón

Batalla de Trafalgar, pintura de Juan Vallejo

Batalla de Trafalgar, pintura de Juan Vallejo

«England expects that every man will do his duty» («Inglaterra espera que todo hombre cumpla con su deber»). Almirante Horatio Nelson. HMS Victory. 21 de octubre de 1805.

Si un trozo de madera pudiera tener carácter, este sería uno muy discreto. Emerge con un tímido pop, prácticamente inaudible en medio del ajetreo de la marea, y luego se desliza despacio, como si no quisiera que lo vieran. Sube y baja con cada ola, dejándose llevar poco a poco hasta la orilla. Si tuviera conciencia, estaría ahora tranquilo, en paz consigo mismo sabiendo que cumple con su destino. Que vuelve a flotar, después de doscientos años bajo el mar.

Si un trozo de madera tuviera memoria, este sabría de dónde viene. Sabría que el resto de su historia está a solo trescientos metros, hundido y cubierto de fango, plásticos y redes. Allí, así, fue descubierto por casualidad por un grupo de aficionados al buceo deportivo. Quiso la suerte que uno de ellos fuera arqueólogo, avezado ya, a pesar de su juventud, a la exploración subacuática de pecios, aprendiendo de los mejores en esas zonas del mundo en las que cualquier neófito presupondría que es donde se encuentran los grandes pecios. Pero resulta que no, que también los hay en la playa de la Mata del Difunto, en Mazagón, donde encontraron un viejo casco y dos cañones, los restos de un gran naufragio, descansando como podían sobre la superficie de la arena mojada.

Tras el hallazgo se desataron las primeras preguntas. Quienes frecuentan la zona, los pescadores y la gente del mar, hablaban de una leyenda, de historias que durante años han circulado por allí y que, como en un mar de fondo, han venido atrayendo durante años el interés de curiosos y caza tesoros. Fábulas que, de repente, habían terminado cobrando una forma real, en concreto la de la sombra, la huella, de lo que parecía un navío de línea de la edad moderna o contemporánea de origen incierto. Dispuestos a descubrirlo, el joven investigador y sus jóvenes compañeros, casi recién aterrizados al mundo desde la Universidad de Huelva, presentaron a la Junta el pertinente proyecto para estudiar el pecio, y así se inició una intensa campaña, que se desarrolló durante los años 2002 y 2003, en la que se realizaron un total de 36 inmersiones sobre el área para inspeccionar, filmar y fotografiar el naufragio de cabo a rabo, aunque no sin dificultades. Si la arqueología subacuática nunca ha sido fácil (hay que controlar el estado de la mar, el tiempo de inmersión o la temperatura, entre otras muchas cosas), la escasa visibilidad de la zona y el mal estado de los restos no ayudaban precisamente a identificarlo, de modo que además de las visitas periódicas al pecio, los investigadores desarrollaron a lo largo de todo ese año una intensa investigación documental, primero en España, donde empezaron a hacerse una idea de lo que tenían entre manos, y después en el Reino Unido, donde terminaron confirmándolo: aquel pecio era nada menos que de uno de los quince navíos hundidos tras la Batalla de Trafalgar. Ahora solo había que saber de cuál se trataba.

Superposición en el plano de los restos del navío. Superposición en el plano de los restos del navío.

Superposición en el plano de los restos del navío.

En busca de un nombre

Decenas de excursiones después a bibliotecas y archivos, leyendo con lupa hasta el más mínimo legajo, de consultar planos y mapas, de visitas a museos y puertos, la investigación terminó centrándose principalmente en tres barcos. El Berwick, el Monarca y el Rayo. De los tres narra la literatura de la época que acabaron hundidos en Arenas Gordas, que es el nombre genérico que se le daba a la costa de Doñana.  El Monarca “se batió valerosamente hasta quedar enteramente desmantelado e imposibilitado de hacer resistencia alguna por tener sus baterías ocupadas con los  destrozos de su arboladura. Al fin se rindió por evitar mayor pérdida de gente de los 100 muertos y 150 heridos que ya tenía, pero quedó el navío en tan mal  estado que se perdió días después en Arenas Gordas”. El Berwick “defendió perfectamente la popa del príncipe hasta las 3 1/2, que lleno de averías empezó a atrasarse. Murió su capitán y se rindió poco después, pero en tan mal estado que en el temporal que sobrevino, se perdió sobre Arenas Gordas, y parece que los enemigos le pegaron fuego”. Por último, el Rayo fue “desarbolado y apresado” por los enemigos, que “lo abandonaron a causa de no poderlo llevar por el fuerte temporal”. Como el Berwick, también terminó siendo pasto de las llamas.

Restos de clavos y uno de los cañones. Restos de clavos y uno de los cañones.

Restos de clavos y uno de los cañones.

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Las fuentes documentales y el análisis estructural del casco permitieron rápidamente descartar los restos fueran de otros buques diferentes al Rayo o al Monarca, y el estudio de las piezas arqueológicas consiguió que los investigadores se acercaran un poco más a la verdad. La primera pista la dio un cañón, corto, de gran calibre y muy poco común que, después de una visita a los archivos del Museo Naval Nacional, identificaron como un cañón del tipo Carronada, una pieza de artillería propia de los navíos de primera línea, por lo que no debió estar a bordo del Monarca. La segunda pista la dieron los propios restos: gran parte de la estructura del buque aparecía claramente quemada. Por último, la tercera pieza del puzzle fue una roca de nombre extraño: la lumaquela. Al analizar el balasto los arqueólogos descubrieron que los restos contenían,  además de piezas regulares de cuarzo y caliza, grandes trozos de esta roca, que es típicamente gaditana, por lo que solo podrían haberse incorporado allí. Las últimas reparaciones del Monarca se realizaron en Ferrol, y además el buque nunca pisó un astillero gaditano. Sin embargo, sí que hubo una nave a la que modificaron el lastre en el astillero de La Carraca, en Cádiz, con objeto de prepararlo para la batalla. Un navío de primera clase. Viejo, recio y bien pertrechado. El veterano de la flota y de nombre heroico: El Rayo.

El Rayo fue construido en La Habana en 1748 El Rayo fue construido en La Habana en 1748

El Rayo fue construido en La Habana en 1748

Recuperado para la batalla

Con el sobrenombre religioso -como era tradición en la Armada- de San Pedro Apóstol, era el navío más antiguo y pesado de la escuadra española que combatió en Trafalgar. Fue construido en 1748 y botado un año después en La Habana, junto con su hermano gemelo, el Fénix. En principio se diseñó como un navío de la segunda clase, con 80 cañones en dos cubiertas, una eslora de 180 pies de Burgos (la medida castellana de la época, equivalente a unos 53 metros) y una manga de 55 pies, pero durante su larga vida fue sometido a varias obras de ampliación. En 1804, en La Carraca, se realizaron las que serían las últimas. El Rayo fue llamado a filas expresamente para combatir a los ingleses después de una merecida jubilación, y para prepararlo le incluyeron una tercera cubierta y casi una veintena de cañones más, hasta los cien. Con esas hechuras fue enviado a la batalla que determinaría su futuro, el de la Armada española y, al fin y al cabo, el de toda Europa durante los siglos venideros.

De las causas y consecuencias de Trafalgar se ha escrito largo y mucho. En un resumen breve podría decirse que España, Francia e Inglaterra andaban a la gresca desde el siglo XVI en busca de la hegemonía continental y, sobre todo, del dominio de la costa atlántica y del Mediterráneo. Las tres naciones perseguían, fundamentalmente, hacerse con el control de las rutas comerciales con América. Aunque la guerra era especialmente abierta entre franceses e ingleses, tras el ataque a cuatro fragatas españolas por parte de la flota británica, en 1804, España tuvo que declarar también la guerra a Inglaterra y unió su fuerza naval a la de la Francia de Napoleón en una Escuadra Combinada dirigida por el almirante Villeneuve. Al otro lado, la Royal Nany de Nelson y, en medio, el océano. Las tres armadas terminan batiéndose frente al cabo de Trafalgar, en Cádiz, en un encuentro que sería definitivo. Los ingleses necesitaron pocas horas para derrotar a los dos enemigos. Unos 4.500 muertos y 3.400 heridos es el triste balance de una batalla durante la que los ingleses hundieron un barco francés (el Achille) y apresaron 17 navíos que en su mayoría se fueron perdiendo por el camino. ¿La razón? El temporal de proporciones bíblicas que se desató en los días posteriores a la batalla y que terminó provocando más muertos y más pérdidas que el propio combate: once de aquellos 17 navíos apresados, más tres que ya se encontraban a salvo en Cádiz pero salieron a auxiliarlos -entre ellos, el Rayo- acabaron naufragando al estrellarse contra el litoral gaditano y onubense, cuyas orillas fueron arrojando durante días los cuerpos de heridos, muertos y restos de barcos de todas las banderas.

Con sus 56 años encima, el Rayo, el navío más viejo en el combate, se retiró hacia Cádiz con serias averías tras la batalla, pero su comandante, Enrique Macdonell, recibió enseguida la orden de volver a salir para rescatar dos buques de la Combinada, el Santa Ana y el Neptuno. No pudo hacerse a la mar hasta el día siguiente, tal era el estado de la nave. En la maniobra de salida se rompió el cabrestante y ni siquiera pudo levar el ancla. Una vez que consiguió izar las velas, el Rayo trató de acercarse al grupo de barcos del rescate, pero en realidad se alejaba cada vez más de Cádiz. A la noche ya se estaban cayendo algunos mástiles y velas y medio trinquete estaba destrozado. El viejo navío se caía a trozos y pasó la noche fondeado cerca de Sanlúcar, a verlas venir. Al amanecer, Macdonell ya sabía lo que tocaba: con el enemigo acechando (el Donnegal a proa y el Leviathan por la popa) tuvo que rendirse y dejarse llevar a remolque de los ingleses, aunque por poco tiempo, ya que el cable terminó rompiéndose y el buque, a la deriva, terminó tocando fondo. El 31 de octubre, nueve días después del combate, la fragata Naiad termina con la historia del Rayo prendiendo fuego a lo que quedaba de él.

Desde entonces, sus restos descansan allí como pueden. Envuelto en basura y marañas de redes, el yacimiento se encuentra absolutamente aislado. No hay elementos naturales que puedan protegerlo ante los temporales. Pero, además, su ubicación en una zona de poco tránsito de personas y embarcaciones (excepto algo de navegación comercial) facilita el anonimato para realizar cualquier tipo de expolio organizado, como finalmente se evidenció en la intervención arqueológica. Pernos arrancados a golpe de serrucho, cañones desaparecidos, detonaciones, dragas de succión y quién sabe cuántas cosas más ha terminado sufriendo un pecio que ya está reconocido y protegido como yacimiento por la Consejería de Cultura a pesar de que sigue sin saberse con total seguridad si es o no el Rayo. Claudio Lozano, el arqueólogo onubense que dirigió los trabajos de aquella primera intervención, mantiene la hipótesis de que se trata de él, con lo que sería “la primera vez que se encuentra una embarcación española participante en la batalla de Trafalgar”. En todo caso, “no podemos descartar las otras naves, especialmente el Monarca, pero necesitamos un análisis profundo de la artillería y sobre de la estructura” para poder identificar si está construida con maderas tropicales. Si fuera así, se confirmaría que se trata del Rayo (se construyó en Cuba), pero de momento toca seguir esperando.

Si un trozo de madera pudiera tener sentimientos, este que flota en la playa de Mazagón se sentiría ahora, probablemente, abandonado y triste, aunque, eso sí, orgulloso de su historia. De haber cumplido con su deber.

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