El litoral fue objeto de constantes ataques a los que hizo frente la pequeña armada onubense de los Vega y garrocho, de cuyo legado apenas se conserva material

Piratas en Huelva. La historia perdida de una costa maldita

  • Las incursiones de berberiscos en las pequeñas y atemorizadas poblaciones del litoral onubense fueron una constante durante siglos. También las batallas en el mar, de las que aún queda mucho por descubrir.

Mapa de la costa onubense en 1579. Jerónimo Chaves (Biblioteca Nacional de España).

Mapa de la costa onubense en 1579. Jerónimo Chaves (Biblioteca Nacional de España).

Anochecía en la barra y el acceso empezaba a hacerse invisible y difícil para una galeota como aquella. Enclenque y vieja. Demasiado calado para el oficio que les ocuparía esa noche. Los hombres miraban en silencio al capitán, que oteaba a levante desde crujía, acariciando el cañón con gesto impaciente o, de cuando en cuando, tamborileando el lomo con los únicos tres dedos que le quedaban en la mano izquierda.

-Llegará -dijo, seco, el piloto.

-Pues que sea ya -replicó el capitán- porque no pienso entrar aquí sin él.

Uno de los marineros señaló fugazmente al río y todos se percataron de la luz que se agitaba al fondo, en poniente. El Aljaraqueño había cumplido. El capitán dio la orden de avanzar y los galeotes se pusieron manos a la obra con un callado ir y venir de remos mientras el timonel manejaba con cuidado y siguiendo en estricta línea recta el bote que, ya más cerca, señalaba el camino de entrada hacia San Miguel. Había ahora un brillo aterrador en los ojos de cada hombre en aquel barco. Un brillo de avaricia y de sangre.

Restaba una legua a pie hasta la Villa cuando desembarcaron, armados de arcabuces y pistolas, algunos, y de cuchillos, el resto, y caminaron en silencio por la arena, mojada aún por la crecida de la marea. Seguían al Aljaraqueño y su acompañante, conocedores de la zona y de sus moradores, a sabiendas de que también podrían traicionarlos a ellos, si fuera necesario, y de que habría que pasarlos por el acero llegado el momento, que llegaría. Al poco se toparon con los primeros lugareños, cinco mozos fuertes que podrían haber sido buen botín si no lo hubiera mejor playa arriba, así que fueron atravesados sin mucha resistencia. Poco a poco comenzaron a oírse las primeras voces de alarma: ¡Los moros, los moros! -decían- e inmediatamente, como quien abre una puerta de toriles, comenzaron a correr hacia el monte, gritando y agitando las armas, acuchillando, disparando o golpeando con fuerza a cuantos se les ponían por delante. Ancianos y niños, mujeres y hombres. Nadie fue digno de piedad esa noche. El Aljaraqueño los guió hasta el caserío de la rica y solitaria perulera a la que buscaban y que llevaron a rastras por un camino que, de no ser por la luna ausente, se vería ahora cubierto de la sangre brillante de familias enteras que, aún, seguían gritando y buscando algún escondrijo en el que pasar desapercibidas.

No tardaron en percatarse de que se encendían las antorchas que jalonaban la torre del castillo, de modo que emprendieron el camino de vuelta llevándose a cuantos todavía respiraban. Pronto aparecería alguna patrulla, y aunque el combate era cosa ganada tampoco tenían el menor interés en dejarse a nadie por el camino. Miraban al río cuando la vieja galeota vomitó la primera andanada, que fue directa a la torre recién encendida del castillo. La segunda zanjó el debate derribando medio muro al norte y la tercera puso las cosas definitivamente en su sitio derramando hierro sobre el patio de armas.

No había sido mal botín: ciento dieciséis cabezas contaron, bien dispuestas para vender o devolver a cambio de un buen rescate, y más de ciento que habían dejado, muertos o en ello, sobre la arena. San Miguel de Arca de Buey había pasado a mejor vida.

Lo que se narra en las líneas de arriba, o algo parecido, ocurrió. Probablemente la noche más dura de las muchas similares que vivieron sus habitantes, y aunque hoy tener una casa en la playa es un privilegio, entonces, y hablamos del siglo XVI, era bien diferente. San Miguel de Arca de Buey, una villa de tamaño pequeño poblada por unas 75 familias y situada muy cerca del actual núcleo costero de El Rompido (en la zona situada entre el Faro y el Hotel Fuerte, donde se conservan restos de la muralla del castillo) sufrió insistentes incursiones de piratas durante su corta historia. Esa fue la razón por que la villa quedó totalmente abandonada hacia 1640, a pesar de tratarse de un buen lugar para vivir, con pasto para la ganadería, una incipiente industria de la madera, salinas, tierras fértiles para la agricultura y por supuesto la pesca.

Restos de la muralla del castillo de San Miguel de Arca de Buey. Restos de la muralla del castillo de San Miguel de Arca de Buey.

Restos de la muralla del castillo de San Miguel de Arca de Buey.

Lo mismo ocurrió con muchos otros núcleos costeros, tanto los pequeños poblados de pescadores diseminados por toda la costa, como el Rincón de San Antón, El Portil o el puerto del Terrón, como las villas más o menos grandes, fueron también víctimas de sucesivos asaltos de los piratas berberiscos, que crearon un clima continuo de pánico por sus temibles razias. En Huelva, los piratas prácticamente no atacaban embarcaciones, ya que “eran barcos de pesca y  en su mayoría con escaso valor comercial”, explica el arqueólogo Claudio Lozano Guerra-Librero, sino que su objetivo prioritario estaba en tierra. Desembarcaban, saqueaban, secuestraban y mataban. “El saqueo en tierra era mucho más eficiente y rentable sobre todo si se producía con el apoyo de gente que conocía la zona y la ubicación de las riquezas” (como ocurrió con nuestro Aljaraqueño). “Se podían robar armas, pertrechos y cualquier cosa de valor en las casas o templos”, pero fundamentalmente su objetivo era buscar esclavos (mujeres y niños, sobre todo) y gente de dinero por las que pedir rescate.

La línea defensiva

Los pillajes y las razias “se contabilizan ya desde época musulmana”, cuenta Claudio Lozano, “y eso determinó que la costa de la actual Huelva contara con un sistema defensivo ya desde entonces”. Esta línea defensiva cristalizó en lo que posteriormente fueron las Torres Almenara. Las poblaciones onubenses costeras sufrieron ataques en general, aunque “quizá las que tengan más documentación sean las del occidente de la costa de Huelva, desde el Rio Piedras a Ayamonte, por sus asentamientos estables y por su densidad poblacional”, explica el arqueólogo, unos ataques que se producían principalmente en verano. Tampoco los poblados costeros de la zona de Mazagón y Doñana (llamada Arenas Gordas por entonces) estuvieron exentas de ataques continuos. Las defensas costeras arquitectónicas, que se apoyaban a su vez con guardias a caballo y a pie, “siempre resultaban escasa o insuficientes”, de modo que prácticamente no había impedimento para que los piratas asolaran las poblaciones por las que pasaban. Su origen geográfico “eran principalmente de Berbería, la actual Marruecos, pero hay que tener en cuenta que se documentan incursiones de ingleses, franceses y holandeses -corsarios de aquel país destruyeron el castillo de San Miguel de Arca de Buey-, así como en época musulmana ya se citan las incursiones de normandos en el Guadalquivir”.

Sin embargo, como en tantos otros casos, la historia de la relación de Huelva con la piratería está aún por descubrir. En la costa son evidentes los restos arquitectónicos de las construcciones que la defendían, como las Torres Almenara o el de muralla de San Miguel de Arca de Buey o el baluarte de las Angustias de Ayamonte (un construcción esencial del litoral onubense en la Edad Moderna por su localización fronteriza). También se sabe que hubo combates en el mar, pero, asegura Claudio Lozano -que es experto en Arqueología Subacuática-, “todavía está todo por decir. No se han encontrado aún los restos de estas embarcaciones, pero no tengo duda de que están y que aparecerán pecios de piratas de todas las épocas”.

“No tengo duda de que están y que aparecerán pecios de piratas de todas las épocas”

Queda mucho por conocerse aún sobre el impacto de la piratería en la provincia, pero afortunadamente se está trabajando en ello. “Hay investigadores como Antonio Mira Toscano, Javier Villegas Martín o Manuel Jesús Feria Ponce que han realizado muy buenos trabajos al respecto”, asegura Lozano. El trabajo archivístico y arqueológico “se complementa con las intervenciones en restauración y puesta en valor en el patrimonio mueble, para hacerlo accesible a los ciudadanos y que puedan conocer la historia de su costa”. Sobre los restos materiales de los combates navales en Huelva y los naufragios, todavía queda mucho por decir, “pero espero que pronto estas investigaciones se vayan realizando y se vayan publicando sus resultados”.

Ilustración de una galeota de la época. Archivo General de Simancas Ilustración de una galeota de la época. Archivo General de Simancas

Ilustración de una galeota de la época. Archivo General de Simancas

Probablemente de algunos, o de muchos, de esos restos habrá que culpar a quienes constituyeron la principal defensa de Huelva frente a los piratas: la familia Vega y Garrocho. “Su papel fue muy determinante y está bien documentado”. Los Garrocho se convirtieron en el azote de la piratería a finales del siglo XVI y principios del XVII. Su “pequeña armada” surgió por la dotación por parte del Duque Juan Antonio Pérez de Guzmán de una galeota bien pertrechada que se construyó en Huelva y que fue la matriz de un grupo de embarcaciones con las que formaron una pequeña flota. “Contaban con el permiso del Duque para combatir bajo patente de corso a los berberiscos, documentándose sus ataques en la Barra de Huelva, la costa de Doñana o el Algarve portugués”. Temidos y respetados, la saga se inicia con Juan Martínez de Vega y Garrocho, oriundo de Santander y establecido en Gibraleón a finales del siglo XIV, y se extiende a su hijo, Andrés de Vega y Garrocho (almirante de la Armada española en la conquista de Larache), y su nieto, Juan de Vega y Garrocho, que precisamente fue apresado por el pirata Papasali en Arenas Gordas. El propio Papasali y otros piratas como Arranz Mohamet o Solimán el Negro cayeron bajo los cañones de la ‘galeota de Huelva’. La familia Vega y Garrocho poseía la Capilla del Convento de San Francisco, y en ella colocaban los estandartes, escudos de armas y enseñas capturadas a sus enemigos. De aquello ya no queda nada: “El final en general del legado patrimonial la familia Vega y Garrocho en Huelva no fue feliz”, se lamenta Claudio Lozano. La casa palacio de la familia, que estaba en la Calle La Fuente de la capital, fue demolida, al  igual que el convento de San Francisco y la capilla familiar, y de su recuerdo solo se conserva una lápida ubicada en el Santuario de Nuestra Señora de la Cinta. Tampoco fue heroico el final de la ‘pequeña armada’ que combatió a los piratas en la costa onubense. “Debido al número de capturas que realizó y a las riquezas que interceptó se empezaron a crear desavenencias entre los funcionarios del rey”. La galeota fue mandada quemar y la armada se disolvió. Afortunadamente, quedan la Historia y la Arqueología para recordarlos.

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