Cien años de José Nogales

Por Pinzón

  • José Nogales, probablemente cuando vivió en Niebla o San Juan del Puerto, conoció y trató al almirante Pinzón. A la muerte de éste escribe un par de artículos, de repercusión nacional, porque denuncia el olvido en que España tiene a este descendiente ilustre de la familia descubridora.

El otro día sé que me aplaudieron mis paisanos: puedo decirlo sin que nadie me tache de inmodesto, porque no se trata de nada literario ni cosa que lo valga. De serlo, o no me aplaudirían, o yo no lo diría. Ya los Quintero han descubierto que no es higiénico dirigirse al público a no ser desde el teatro, en lo cual puede que tengan razón desde el punto de vista de la higiene en relación con las imperiosas necesidades de la vida.

El aplauso, o como se le quiera llamar, fue por acordarme de un muerto, cosa que debe parecer a muchos meritoria desde que nos acordamos de los vivos más de la cuenta. Además, este recuerdo va exento de todo deseo de figurar en Comisiones o cabeceras de duelo, que es también lo que viste.

Acordéme del Almirante Pinzón, paisano mío, a cuyos restos mortales no se le han tributado, a mi entender, los honores que a otros que valían menos se le tributaron. Me podrían decir que todos los restos mortales valen lo mismo; pero entonces que no se establezcan distinciones.

No es cosa de remover ahora las aguas americanas, ni traer a cuento el descubrimiento que tantos disgustos nos ha costado, últimamente por lo menos. Pero es justo recordar que a manos llenas se dieron títulos, honores, riquezas y mercedes extraordinarios a gente que intervino tanto en el descubrimiento como en la conquista de América, y sólo los Pinzones se quedaron en su modestísimo e hidalgo solar de Palos, olvidados de todo el mundo y maldecidos por la rutina odiosa de la Historia.

No he visto nada tan audazmente mentiroso como la Historia.

En nuestros días hubo un Pinzón que llegó a Almirante. Ya los descendientes de Colón no tenían vinculado el almirantazgo, que al parecer han cambiado por la cartera de Marina, que es mejor seguramente.

El almirante Pinzón era de los marinos viejos, de los que sabían mandar aquellas complicadas maniobras del velamen pomposo de los clásicos tiempos del abordaje... y de los que fiaban el éxito de la empresa más al corazón que a la madera; más al hacha que al cañón.

Yo le traté en sus últimos años. Muchas veces me invitó a ir a su finca de 'Valbuena', una especie de extenso jardín que había hecho a fuerza de trabajo y de dinero en el más desolado arenal de la costa. Allí reinaba con efectivo señorío feudal, y mandaba la maniobra a veces desde su tosco sillón debajo de las moreras.

Allí acudía diariamente, como a la audiencia de un magnate a la antigua, una multitud de gente necesitada o pedigüeña. El almirante se sabía de memoria a la provincia de Huelva.

-¿De dónde eres tú? (Ejercía el tuteo como un monarca de los de entonces)

- De tal parte, mi general.

- ¿De qué familia? ¿De los Rodríguez, de los Jaldones, de los Pérez..?

- De los tales.

El almirante se sonreía y largaba el puro o ponía cara de pocos amigos como si viese un buque pirata en el horizonte, según que los Pérez, o los García, o los Rodríguez hubieran sido o no leales a sus antiguos tejemanejes electorales y políticos.

- Bueno; di qué es lo que quieres.

Uno quería la licencia del hijo que estaba en el servicio; otro, la recomendación para el Tribunal; ese otro, un estanco para la hija viuda; el de aquí, la libertad para unos bienes embargados; el de más allá, dinero para levantar la casa caída o para sustituir al asno muerto... Lo mismo le pedían un divorcio, que el arreglo en unas particiones, que la mudanza de un cura, que la suspensión de un Ayuntamiento.

El general dictaba unas cartas feroces: cada recomendación salía de su boca con el es-trépito de una doble andanada. Luego, el secretario... mejor dicho, la apacible y talentuda secretaria, daba formas hábiles y correctas a todo aquel fárrago de peticiones.

Y a todo el mundo servía aquel buen ogro, que hacía favores hasta riñendo. Cuando algún agradecido iba a demostrarle con largas expresiones su satisfacción, el general se impacientaba, cortaba en seco el discurso, gritando a cierta especie de edecán muy gracioso que estaba siempre a la mira:

- Fulano, ¡tráeme un sable!

Y si el visitante preguntaba, algo alarmado, para qué lo quería, decía el general con mucha flema:

- Para darte dos estacazos. Es lo único que mereces.

Ninguno de los solicitantes que acudían a la audiencia salia sin almorzar o comer, sin la caballería pensada y sin regalo de frutos en las alforjas. Tampoco podía irse sin recorrer las bodegas del general, henchidas de exquisitos vinos, allí mismo elaborados.

Un día le dijo alguien que nunca le pidió nada, que no había visto manos tan pródigas en el mundo. El almirante se sonrió.- Hay otras, otras más pródigas y más bellas... que yo he besado muchas veces lleno de respeto.

- ¿Cuáles?

- Las de la reina Isabel.- Y el viejo marino pareció hundirse en un rosado piélago de recuerdos de su arrogante juventud.

No quiero hablar de su audaz empresa de 'Las Chinchas', ni de muchas cosas que a su personalidad militar se refieren. Están escritas. Para saber quién fue Pinzón hay que leer la historia de la guerra 'del Callao' escrita por los peruanos y chilenos.

Una anécdota tan sólo: Habíase concertado entre O'Donnell y Muley Abbas el tratado de Wad-Ras, que ponía término a la guerra de África. Envióse a Fez el Tratado para su ratificación, y la diplomacia marroquí, tan amiga de la dilación como la Curia Romana, tardaba días y más días, perjudicándonos en los gastos de una prolongada ocupación.

Quejábase O'Donnell de este contratiempo, y ya se daba a los diablos, cuando el marino Pinzón dijo que él lo arreglaría en los mejores términos. Autorizado para ello, visitó al hermano del sultán, y, sin más preámbulos, le dijo:

- ¿Cuántos días se tardan desde aquí a Fez?

- Unos quince, si no hay contratiempos.

- Bien. Quince para ir, otros quince para volver: si dentro de treinta y un días no está el Tratado ratificado en mi poder, el día treinta y dos bombardeo todos los puertos de la costa. He dicho.

Y se retiró, y a los treinta días justos recibía el general en jefe el Tratado de paz y amistad ratificado por el sultán Muley Mohamed.

He pedido para las cenizas del almirante Pinzón un sitio en el Panteón de Marinos Ilustres. La Marina, el Gobierno y la provincia de Huelva tienen la palabra.

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