Kowalski y los amarillos
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Son muchos los que se han apresurado a afirmar que este es el testamento de Clint Eastwood. No lo creo. Eastwood, que ha mencionado la idea de abandonar la interpretación, seguirá como director puesto que tiene otro film entre manos y se le nota en forma suficiente como para seguir dirigiendo con fuerza y con tino como viene haciéndolo desde hace muchos años.
Desde Escalofrío en la noche (1971) y especialmente desde Bird (1988), feliz retrato del saxofonista Charley Parker, tan olvidada a veces, empecé a entender que estábamos ante un gran director. No imaginé que llegaría a tanto aunque me convencieran títulos tan distinguidos como El jinete pálido (1985) y Sin perdón dos "western" magistrales y tan distintos a otras dos "chefs d´oeuvre" como Mystic river (2003) y Million dollar baby (2005) y hasta El intercambio (2008) que tenemos tan reciente.
No creo que Gran Torino sea un film-testamento. Lo que si puede ser es un recopilatorio con personalidad propia en el que su sobrado talento absorbe valores de toda su obra en un experimento que le ha salido redondo.
Recupera en parte algunos de sus personajes polémicos como Harry el sucio (1971) y El sargento de hierro (1986), ese tipo duro, violento, racista y reaccionario -no me gusta esa palabreja infecta "facha" que algunos utilizan a troche y moche para insultar a quien no está de acuerdo con sus ideas-, hasta esos otros en los que la carga de su experiencia y su sensibilidad expresaba en sus gestos y en su talante la madurez de un creador con personalidad propia y la convicción de un actor maduro y brillante.
Pero aquí también están los recuerdos de la guerra, la violencia de las calles, el concepto claro y rotundo de la familia, los fantasmas de la sociedad norteamericana, que ha desvelado en sus últimos trabajos y aquí se manifiestan con elocuente naturaleza.
Gran Torino empieza como la historia de un veterano de la guerra de Corea, emigrante polaco, Walt Kowalski, jubilado de la industria del automóvil, viudo, blanco de la clase media, conservador, chapado a la antigua y racista que no soporta a sus vecinos amarillos de la comunidad "hmong". Pero que gracias a su relación, cada vez más estrecha con ellos, saca lo mejor de si mismo y se convierte en un tipo distinto.
Clint Eastwood nos regala un trabajo soberbio, recio y derrochador de talento en su cuidada estructura ética y estética, con su inconfundible retórica de cuento moral, capaz de articular con su impecable caligrafía de realizador intuitivo y sensible una historia bien construida, con actores perfectamente dirigidos que expresan su indudable humanidad que se derrocha en ese caudal de sentimientos, de sensaciones, de ternura y humor que sabe dosificar con la reciedumbre de sus rasgos y de su inconfundible personalidad.
Ahora es fácil elogiar a Eastwood. Lo difícil era hacerlo en tiempos cuando se había ganado fama de machista reaccionario con su inefable personaje de Harry Callahan mascullando aquello de "¡Alégrame el día!".
Ésta es una gran película.
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