Justicieros implacables
Nunca he entendido ni entenderé cual es la causa de que el "western", el llamado cine del Oeste, ya no interese a los públicos, siendo, como es, con todos los honores, el género más puro y más auténticamente cinematográfico. De ahí que se cultive tan poco. Suerte que de vez en cuando surjan nuevas películas que nos lo traen como ocurría recientemente con El tren de la 3.10 (2007) de James Mangold, "remake" de aquella inolvidable película que realizó en 1956 Delmer Davis. Pero en todo realizador norteamericano hay un empeño noble por poder hacer un día un "western".
Ed Harris, notable actor, y afortunado director de Pollock (2000), nominada al "Oscar", sobre la vida del pintor abstracto Jason Pollock (1912-1956), ha cumplido ese objetivo emprendiendo un "western" clásico con todos los elementos que forman parte de la iconografía genuina del género. Por no faltar no faltan ni los indios, ni el asalto al tren -memoria del primer "western" realizado en la historia del cine-, el duelo y la venganza, como motivación fundamental de un enfrentamiento que expresa con rasgos muy firmes la extraña mezcla entre la justicia y la ambigüedad moral del relato, empapado todo él de un tenso dramatismo pero en el que no falta un aire de ironía y de humor ciertamente jugoso.
No puede evitar uno entre tantas evocaciones de "weterns" famosos y modélicos, el recuerdo de El hombre de las pistolas de oro (1959), de Edward Dmutryk, pero insisto en que hay en Appaloosa como una antología de momentos estelares de tan apasionante especialidad para contarnos como el sheriff Virgil Cole y su ayudante, Everett Hitch, encargados de mantener la ley allá donde sea necesario, llegan a Appaloosa en 1882, para atender la solicitud de los próceres de la ciudad con el propósito de evitar los desmanes de un terrateniente sin escrúpulos, Randall Bragg, que hace de las suyas en toda la comarca sin que nadie pueda ponerle freno.
Hay en la mayoría del relato un "tempo" bien templado, mantenido, cotidiano y vital, asaltado a veces por la violencia y la crispación en una forma muy singular de mantener la rectitud a toda costa que defienden con medios, a veces no muy ortodoxos, estos dos justicieros implacables que protagonizan la historia. Ésta tiene un escenario apasionante, fascinante sólo por la tensión que el propio paisaje plantea, por la acertada utilización del marco ambiental y por la calidad de una espléndida fotografía, que matiza en todo momento la densidad dramática del tema, tratado con evidente originalidad y donde todo sucede con patética naturalidad.
Imprimen la mayor fuerza expresiva a tan sugestiva puesta en escena el propio Ed Harris, con su proverbial sobriedad, Vigo Mortensen, vertebrado en su propio personaje, Renée Zellweger, equívoca y encantadora, Jeremy Irons -un inglés en el Oeste-, con personalidad suficiente para dar carácter al villano que encarna, y la española, Ariadna Gil, cumpliendo sobradamente con convicción sus más reducidas intervenciones.
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