La Huelva de Felipe V (1700-1746)

Historia menuda

Cuando era una simple villa, Huelva se medía desde la ermita de San Sebastián hasta la llamada Huerta de la Merced l Las calles importantes eran Concepción, ya comercial, y la del Puerto

CONOCER el entorno en que vivieron, lo que amaron, pensaron, sufrieron, trabajaron los hombres del ayer, significa adentrarse en las capas más profundas de la comprensión de la vida del pasado. En este caso reviste suma importancia cuando se trata de aproximarnos a la vida cotidiana en la Huelva de la primera mitad del siglo XVIII, esto es, durante el reinado de Felipe V.

Si por arte de encantamiento, Próspero Merimée, celebre viajero francés del siglo XIX, hubiera descendido en el tiempo un siglo y visitado nuestra ciudad cuando era simple villa, se hubiera encontrado con una población que ocupaba una geografía que terminaba por un lado en la ermita de San Sebastián y por el otro en la llamada Huerta de la Merced, territorio sometido a la jurisdicción señorial civil de los nobles de Niebla, entre los que podemos citar durante este período de tiempo a Manuel Alonso de 1713 a 1721; Domingo José Pérez de Guzmán el Bueno, de 1721 a 1739 y Pedro Alcántara Alonso de 1739 a 1778, y a la eclesiástica, poseedora de extensos terrenos en el término onubense.

Estos nobles, algunos nacidos en estos lares, visitaban Huelva con cierta frecuencia.

Alrededor de aquella urbe liliputiense se abrían, como desde hacía siglos, ubérrimos campos de donde el campesino extraía, en cuanto el clima o el fisco lo permitían, el grano para su parvo alimento, la madera para su hogar y utensilios -los útiles de hierro eran impensables para aquella economía- y el pasto para su reducido y, en general, famélico ganado.

Escaceses, hambres, carestías, incertidumbres, explican el incontrolado júbilo que seguía a la terminación de las labores de una espléndida cosecha.

Tanto los propietarios religiosos como los de noble estirpe recurrían constantemente a los servicios de los diversos molinos que existían en la villa huelvana (Molino Chico, Molino Grande, del Pasaje, de los Labradores, de la Vega, del Viento…), que les pertenecían y por cuyos servicios cobraban buenos dividendos a los campesinos.

Si nuestro visitante hubiese sentido interés por conocer la arquitectura defensiva militar de Huelva, hubiese encaminado sus pasos al baluarte de la Estrella (San Salvador) o en las diversas baterías emplazadas en algunos de los numerosos cabezos existentes en la villa. No muy lejos, esto es, a la altura de la actual Avenida de Alemania y calle Puerto, se levantaba el polvorín que abastecía al citado baluarte. También, podía haber visitado el castillo de Huelva donde por cierto, en 1643, era su alcaide, Francisco de Texeda Osorio.

El mundo religioso tenía una amplia representación en la ciudad, en la que se alzaban varias iglesias y edificios consagrados a lo divino (San Francisco, Concepción, San Pedro, San Sebastián, San Andrés, Ermita de la Soledad, Arco de la Estrella, Convento de la Victoria…). En este sentido, varias personalidades descollaron con luz propia en aquella Huelva dieciochesca (Cristóbal de Huelva, Juan Pérez Medel, Francisco Acuña Vélez de Guevara, Manuel Moreno, José Muñoz Lozano, Cura Teniente de las iglesias parroquiales de la villa de Huelva, poseedor de diversas extensiones de terreno en este término, poseedores de olivos, en el sitio de Palmillas, y de diversas fincas rústicas en Sanlúcar la Mayor (Folio 95, número 308); José Quintero de la Estrella, José Ortiz, presbítero Comisario del Santo Oficio de la Inquisición. Terminamos esta breve enumeración de sacerdotes insignes de la Huelva de la primera mitad del siglo XVIII, mencionando los tres hermanos Pinelo y Esquivel: Julián, presbítero de la Concepción, fundador en el citado templo y en su altar mayor de una Memoria de misas por su alma, propietario de diversos viñedos que vendió en 1742, y sus dos hermanos mercedarios en Huelva, Fray Alejandro y Fray Alberto, a los cuales dejó en su testamento varios bienes.

El perfil urbano de Huelva en 1700-1746 era relativamente similar al existente un siglo y medio más tarde. En el citado período, la suciedad en las calles era manifiesta. Ni existían cubas urinarias ni un servicio municipal de basura. Un insufrible mal olor, mezcla de amoníaco y almocrate, empleado para desinfectar, reinaba en las escasas calles o callejas que componían el mapa de la villa. Si bien es cierto que no existían calles como las llamadas Gobernador Alonso o Gravina, sí se contaba con otras con los sugerentes nombres de Callejón de los Lobos, Calle de las Mujeres, Calle de la Mancebía (estas dos últimas de mala reputación, ya que existían en ellas casas de lenocinio).

Las casas carecían aún de retretes tipo W. C. (el primero lo montó en 1868, Guillermo Sundheim en su palacete situado en donde está en la actualidad la Once), por lo que las disenterías, fiebres tifoideas, cólera, etc., eran enfermedades endémicas. Al menos, en este período la peste bubónica no se acercó a la que un siglo más tarde sería capital de la provincia.

La iluminación en las calles se realizaba a base de teas encendidas, con el riesgo que este método suponía. Además, el número de estos puntos de luz siempre fue bajo. En noche de fuerte viento o de lluvias más o menos copiosas, las luminarias se apagaban y entonces las calles quedaban en poder de unos enjambres de golfos, buscones, mujeres de vida non sancta y borrachos. Además de un encuentro desagradable con los elementos citados, las ordenanzas del Cabildo toleraban, a partir de las doce de la noche, arrojar aguas sucias de palanganas y escupideras, aunque el Ayuntamiento obligaba advertir previamente al presunto transeúnte con un ¡agua va!

Ya, las farolas hicieron acto de presencia en Huelva a mediados del siglo XIX.

Las calles más importantes de aquella villa de Huelva eran las de la Concepción y la del Puerto. La primera de ellas siempre ha mantenido la tradición de los comercios.

Recordemos algunos establecimientos de aquel período: La tienda de Gerónimo de Castabia (F., nº 238), abierta por este napolitano a finales del siglo XVII y que, por motivos de salud, vendió a Nicolás Geraldino, vendedor en la misma villa; el capitán José Hernández Sotelo y Sifuentes, abrió su establecimiento en 1728. Sabemos, a través del Testamento de Antonio Martín Conde (otorgado el 22 de julio de 1732, ante Antonio Bautista Monsalvo, Folio 291, nº 266) que iba con éste a medias en el negocio: "Declaro que habrá tiempo de tres años asisto de casero en la tienda de mercaderías propia del capitán don Joseph Hernández Sotelo y Sifuentes, vecino desta villa para correr en el manejo de las ventas de los géneros de que se compone y por este motivo se hizo entre los dos, de consentimiento de ambos, papel y en él se expresa la condición por ajuste estipulado de que previa razón de la asistencia a la venta de dichos géneros sólo habría yo de tener de ganancia una tercera parte".

Otra tienda de postín era la del sevillano Félix Echevarria. A través del documento, otorgado el 27 de octubre de 1760, ante F. Camero (folio 249, nº 335), conocemos que el dependiente era Luis de Bargas y que toda la ropa que tenía a la venta estaba dentro de diversas arcas.

Como comerciantes de prestigio de aquella época, tenemos que mencionar al célebre Arcediano y a Tomás Blanco, hombre de negocios en el comercio de Cádiz y Huelva, al que podemos citar en una transacción (Contrato y obligación a su favor, 4 de diciembre de 1734. Folio 379, nº 268, de Huelva Antigua) de 20.000 arrobas de carbón de alcornoque.

En la Huelva de los primeros años de los Borbones existían dos o tres panaderías. Quizás la más popular fuese la que comenzó su actividad en 1699, negocio que llevaban a medias el presbítero Juan Rangel y Antonio de Argüelles (a) Enrique Enríquez (Documento otorgado el 13 de agosto de 1707, ante Pedro Ximénez Montilla (Folio. Nº 238).

En este período de tiempo, rigieron, en calidad de alcaldes ordinarios, los destinos de la villa de Huelva, Alejandro Onofre de Mora y el capitán Domingo de Calvo de Lara y Buitonea, bilbaíno.

Motivadas por el desnivel de población, se producían migraciones en nuestro país, protagonizadas por gallegos, santanderinos y catalanes. Los últimos demostraban de esta forma su movilidad y dinamismo, al mismo tiempo que echaban las bases de su dominio de las principales fuentes de riqueza en la zona Sur de Andalucía.

Podríamos seguir páginas y más páginas hablando de la vida cotidiana en la Huelva del siglo XVIII, pero la falta de espacio nos ordena terminar drásticamente. No obstante, me rebelo a no traer a la Historia Menuda algunos datos sobre la vestimenta de aquellos onubenses. Conozcamos algunos datos vertidos en el Testamento de Mateo de la Cruz, otorgado el 26 de junio de 1662, ante el notario Antonio Hernández Almonte (Folio 93, nº 180): "Mando a Antonio de Vera del Estoque, mi cuñado, un vestido de damasco negro nuevo que yo tengo con su jubón y cerezuelo de bayeta y mi aderezo de espada y media de seda y mi sombrero… Mando que un sombrero de color y una capa de paño fino plateada, nueva, que tengo, se le dé al licenciado, don Sebastián de Vides, presbítero, mi cuñado…".

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