Historia

De Huelva a Buenos Aires. La aventura oceánica del 'Plus Ultra'

  • La hazaña deportiva, que arrancó el 22 de enero de 1926 en Palos, culminó en Buenos Aires después de 19 días trepidantes y más de 10.500 kilómetros de vuelo

El Plus Ultra, en la base de Melilla.

El Plus Ultra, en la base de Melilla.

Las historias no son tanto lo que se cuenta sino cómo se cuentan. Esta historia, por ejemplo, podría empezar abordando las relaciones entre España y América tras la independencia de las últimas colonias. Cómo el Atlántico separaba desde principios del siglo XX a unas desconocidas que antes fueron hermanas y cómo fracasaron uno tras otro los intentos por mejorar una relación de indiferencia mutua que en realidad no convenía a nadie. Explicaría cómo, tras la llegada al poder del dictador Miguel Primo de Rivera en 1923, la carrera de España por recuperar las relaciones con América se aceleró con una intensa actividad diplomática o cómo aquel vuelo fue, probablemente, un golpe maestro que supo aprovechar un momento en el que la aviación era un deporte de masas y los aviadores eran considerados prácticamente héroes.

Pero esta no es una historia de política o diplomacia. Ni siquiera es una historia de la Historia. Esto es una aventura, y como toda buena historia de aventuras, no empieza por el principio ni por el final, sino por la mitad. Exactamente por la mitad. En el Ecuador, para ser exactos. Y no es ninguna metáfora. Nuestros protagonistas acaban de cruzarlo y lo celebran con un buen brindis. En primer plano, tres copas de brandy chocan entre sí, aunque no se oye el chin-chin porque los motores del Plus Ultra suenan tan fuerte que casi no pueden escucharse las risas ni el alboroto entre los escasos metros de acero en los que están recorriendo el mundo. Sobrevuelan el Atlántico, a unos 300 metros de altura, hacia Pernambuco –esto tampoco es una metáfora– y hasta hace unos escasos 25 minutos no solo no se oían entre ellos, sino tampoco a ninguna de las estaciones de tierra y mar que los guiaban. Para colmo de males, no veían nada, y así habían permanecido durante cuatro horas y media: volando a ciegas y en medio de un silencio sepulcral, roto tan solo por el zumbido de los motores, sin saber exactamente dónde estaban ni a dónde iban. Al fin, a las 14:00, la radio recuperó el habla y pudieron establecer comunicación con el buque alemán Arthus, que como el resto de barcos de la ruta esperaba con ansia cualquier contacto con los héroes del momento, y les indicó que seguían el rumbo correcto. Dos horas más tarde recibieron las señales de la estación de tierra. Todo estaba en orden.

Tripulación del Plus Ultra. Durán y Ruiz de Alda, a la izquierda. Franco, en el centro, y a su izquierda Pablo Rada. Tripulación del Plus Ultra. Durán y Ruiz de Alda, a la izquierda. Franco, en el centro, y a su izquierda Pablo Rada.

Tripulación del Plus Ultra. Durán y Ruiz de Alda, a la izquierda. Franco, en el centro, y a su izquierda Pablo Rada.

No debieron ser fáciles aquellas horas, como no lo fueron otros muchos momentos durante aquella aventura. Lo habían preparado todo concienzudamente, por supuesto, pero nadie puede prever lo imprevisible. Y lo imprevisible, el muy travieso, había asomado la patita desde antes incluso de que comenzara la hazaña, cuando traían el hidroavión, un Dornier Wal  alemán de 22 metros y medio de envergadura, desde una fábrica italiana en Pisa hasta Melilla.

A su llegada a Huelva para la salida oficial desde Palos de la Frontera, ocho días atrás, ya intuyeron que aquella peripecia no iba a pasar precisamente desapercibida. Los ciudadanos los recibieron en multitud. Ramón Franco, Julio Ruiz de Alda, Pablo Rada y Juan Manuel Durán, los cuatro aventureros, paseaban por la ciudad entre vítores de admiración y ánimo que no cesaron hasta después del despegue. Se escuchaban incluso en pleno vuelo, cuando emprendían la primera etapa del viaje, hasta Las Palmas, y sobrevolaban la Punta del Sebo para despedirse de los onubenses. Aquel 22 de enero de 1926 el Plus Ultra empezó a deslizarse por el río Tinto poco antes de las ocho de la mañana, se elevó al fin frente a la Iglesia de San Jorge, circundó el Monasterio de La Rábida, volvió para rodear el monumento a Colón y finalmente se marchó hacia su destino, Buenos Aires, en un viaje incierto de más de 10.000 kilómetros. Abajo, los onubenses, cada vez más pequeñitos, agitaban pañuelos y banderas. El Plus Ultra ya estaba haciendo Historia. Iba a convertirse en el primer avión en cruzar el Atlántico.

Momento del despegue del Plus Ultra de las aguas del río Tinto. Momento del despegue del Plus Ultra de las aguas del río Tinto.

Momento del despegue del Plus Ultra de las aguas del río Tinto. / Archivo Enrique Nielsen

Los primeros 1.300 kilómetros, los que separaban Palos de la Frontera de Las Palmas, transcurrieron con cierta tranquilidad pese a que el cielo estaba totalmente cubierto. Fueron ocho horas de vuelo sin sobresaltos que culminaron con un amerizaje algo revuelto en la isla canaria, donde tuvieron que permanecer dos días más de lo previsto, primero porque los agasajos recibidos en su llegada les dejaron sin tiempo para hacer algunas inspecciones rutinarias en el hidroavión, incluyendo la reparación de los cables de control de la cola; segundo, porque el mal tiempo les impidió el despegue al día siguiente. Tuvieron que permanecer dos días más en Las Palmas, llevaron el hidroavión hasta la bahía de Gando y despegaron al segundo intento, después de aligerar en 400 kilos la carga que Franco fue retirando de la aeronave sin miramientos. No se andaba con chiquitas el piloto cuando tomaba una decisión. Si le hubieran dejado hubiera soltado hasta los víveres, pero tampoco le faltaba razón: el Dornier tenía un límite de 2.000 kilos de peso. Si se superaba se corría el doble riesgo de no poder despegar y de que, aún peor, se rompiera alguna de las alas. En algunos momentos del viaje el Plus Ultra llegó a cargar más de 3.500 kilos, así que no era de extrañar la obsesión del comandante con soltar lastre de cuando en cuando.

Una vez aligerado de peso, el avión alzó el vuelo sin mayores contratiempos rumbo a Porto Praia, en el país africano de Cabo Verde. Eran las 7.35 de la mañana del día 26 de enero y quedaban por delante 1.745 kilómetros, nueve horas de viaje con cielos muy nubosos, muy poca visibilidad y un mar embravecido. Pablo Rada estaba preocupado por el estado de los cables de la cola recién sustituidos, así que, como si fuera cosa fácil, se fue a revisarlos en pleno vuelo. No era la primera vez ni sería la última. El joven mecánico de la expedición, que con solo 23 años ya acumulaba una gigantesca experiencia de vuelo en situaciones muy difíciles, era un tipo enjuto y bajito con una destreza sobrehumana. Tanta, que sus compañeros de viaje lo llamaban El reptil por su habilidad para meterse en huecos imposibles o deslizarse sobre la estructura del avión a 200 metros de altura y sin despeinarse. Luego, con los pies en la tierra y entre banquete y banquete, demostró otras habilidades más mundanas, pero ahora no vienen al caso.

No había nada que temer con respecto a los cables, y de hecho llegaron sin percances, a pesar del estado de la mar y de la poca visibilidad por el polvo del desierto, hasta Porto Praia. Allí se produjeron los ya habituales recibimientos multitudinarios, las recepciones oficiales y demás parafernalia que tan poco gustaban a Ramón Franco y, finalmente, los expedicionarios se prepararon para iniciar la etapa más larga y difícil del viaje. Al comandante se le había metido en la cabeza llegar directamente a Pernambuco sin realizar ninguna otra escala, pese a las recomendaciones del resto para que pasaran la noche en las islas brasileñas de Fernando de Nornoha. En contra de Franco jugaban la distancia que debían recorrer y el riesgo de que tuvieran amenizar de noche, pero con los cálculos del piloto sobre la mesa era posible iniciar el viaje de madrugada, aprovechando la luna llena, y llegar antes del ocaso. En cualquier caso, el retraso que sufrieron en Canarias les hizo perder cualquier opción de volar con luna llena desde Cabo Verde, donde tuvieron un problema añadido, que ya estaba siendo demasiado común: había demasiado peso en el avión. Para las 12 horas largas de vuelo que les quedaban por delante necesitaban mucho combustible, así que no quedó otra que quitar de en medio casi toda la carga que les quedaba, desde herramientas hasta víveres o repuestos e incluso parte de la tripulación: Durán fue invitado a perderse la etapa y viajar hasta Brasil en el Alsedo, uno de los dos buques de la Marina española que acompañaban al Plus Ultra en el viaje. Finalmente, despegan a las seis y diez de la mañana con destino al archipiélago brasileño.

Allí estaban los tres, brindando, rumbo a Noronha y empezando “una verdadera carrera con el sol que se ponía, para ver quién llegaba antes, si el sol a su ocaso, o nosotros a Noronha”, explicó tiempo depsués el propio Franco. Fueron los veinte minutos de vuelo “más hermosos y emocionantes que pasaremos en la vida”, pero no pudieron ganarle la carrera al astro rey. A las 18.35, justo cuando el sol termina de esconderse frente a ellos, se ven obligados a amerizar para iniciar un movidito viaje de 45 kilómetros navegando hacia las islas en medio de un mar agitado, con fuerte viento, lluvias y marejada. El primer plano se dirige ahora hacia las olas, que golpean con fuerza la coraza del Plus Ultra. El mar entra por todas partes, y los tripulantes, que hace unas horas andaban tan felices con sus copas de brandy, se ven ahora achicando y tragando agua hasta que, después de dos horas, consiguen amarrar el hidroavión en una boya cerca de puerto. Las autoridades de Nornonha tratan de recogerlos en una minúscula barca, pero los tres aventureros deciden no arriesgarse y quedarse a dormir en el hidroavión. Franco se acuesta en la cola, Rada en los motores y Ruiz de Alda se acomoda en la cabina para pasar una noche de perros que, aún así, les sabe a gloria. Ya están en América.

Cromo coleccionable con la ruta del avión. Cromo coleccionable con la ruta del avión.

Cromo coleccionable con la ruta del avión.

Al amanecer llega el Alsedo y por fin pueden asearse, comer algo y recuperar la carga que habían soltado en África, incluido el teniente de navío Juan Manuel Durán. Es 31 de enero y el previsiblemente cómodo viaje a Pernambuco terminará haciéndose muy pesado. Un primer plano, muy corto, apunta a la hélice trasera del Plus Ultra, que suena con su atronadora normalidad hasta que se oye un fuerte chasquido. De repente, la hélice se detiene. El crac sorprende a Franco, que sujeta con fuerza los mandos y manda a Pablo Rada, con una sola mirada, a mirar lo que pasa. El mecánico se levanta de un salto, sale del avión y vuelve a poner en marcha su superpoder de reptil arrastrándose hasta la hélice, pero esta vez no hay nada que hacer, así que el piloto se ve obligado a parar el motor y poner a máxima potencia el único que le queda. Si el plano fuera ahora largo, muy largo, cualquiera diría que el Plus Ultra anda buscando un lugar donde acuatizar, pero nada más lejos de la realidad. Está perdiendo velocidad y altura. A escasos 20 metros, Franco ordena arrojar toda la carga del avión. Por momentos, parece que el aparato tocará agua. El mar está rizado y el viento golpea fuerte por el costado poniendo a prueba la pericia del piloto. El avión apenas se eleva ya a solo tres metros y tiene que volar sorteando barcos, a los que apenas supera ya en altura. En cuanto ve la costa a estribor, Franco cambia de rumbo y se dirige a tierra para intentar detener la aeronave sin estrellarse. Vaya si lo consigue. Casi cuatro horas después de salir de las islas llegan a Recife, la capital de Pernambuco, donde permanecen varios días para reparar la hélice averiada y, por qué no, para reponerse de tanto susto.

La siguiente etapa, hasta Río de Janeiro, es de 2.100 kilómetros. Algo más de 12 horas de vuelo que, esta vez sí, transcurren sin pormenores. Sobrevuelan la costa brasileña entre vítores y saludos que llegan desde tierra. Todos quieren ver pasar el Plus Ultra mientras los cuatro tripulantes disfrutan del paisaje. El 4 de febrero llegan a la capital de Brasil, donde las recepciones, banquetes y fiestas se multiplican durante los cinco días en los que permanecen en la ciudad, más para unos que para otros: Ramón Franco empieza a estar harto de tanto agasajo y decide encerrarse en su hotel mientras que Pablo Rada hacía gala de aquellas otras habilidades que se mencionaban arriba. A tal punto llegó la cosa que incluso se dio por desaparecido durante dos días. Tal fue el enfado de su comandante que, después de aquello, obligó al mecánico a no pisar tierra firme hasta la llegada a Buenos Aires, no sea que volviera a despistarse.

La última ruta prevista en el raid debía ser la que unía Río de Janeiro con la capital argentina. El propio Primo de Rivera había insistido a Franco en varias ocasiones que no hiciera escala en Montevideo, capital de la república popular de Uruguay, lo que supuestamente había aceptado, aunque a regañadientes, el comandante. Sin embargo no fue así: los problemas con el despegue debido a que la nueva hélice hacía que el avión perdiera potencia le obligaron a desprenderse de parte de la carga arrojando combustible, por lo que el plan de llegar a Buenos Aires no iba a ser posible. Los cálculos de Franco le llevaban, curiosamente, a hacer una parada en Montevideo. Después de casi 12 horas y media de vuelo, el Plus Ultra llegaba a Uruguay ante la alegría de ciudadanos y autoridades. Tan solo fue una escala de un día, pero al piloto le saldría muy cara, como pudo comprobar días más tarde.

Al fin, el día 10 de febrero comenzó y terminó la última de las etapas del viaje. Los 220 kilómetros que separaban Montevideo de Buenos Aires fueron, también, cosa fácil, pero una meta es una meta, y el Plus Ultra lo celebró como merecía la ocasión: como hiciera en la salida desde Palos hacía ya 19 días, el avión dio varias vueltas por la capital para recibir el cariño de los miles de bonaerenses que habían seguido minuto a minuto, como prácticamente todos en todos los países del mundo, muy especialmente en los de de América, la gesta de los cuatro aventureros españoles. La hazaña, que de por sí acumuló varios récords mundiales, se hubiera redondeado de haberse completado el plan de Ramón Franco de hacer el camino de regreso a España tomando por el Pacífico, pero las reiteradas peticiones de los argentinos de que el avión de quedara en aquel país como recuerdo abrió la puerta para que Primo de Rivera consumara su venganza contra el comandante por desobedecerle haciendo escala en Montevideo (y unas cuantas afrentas más).

El Plus Ultra ya no salió de Buenos Aires con el considerable enfado de Franco. En cualquier caso podía darse por contento. Había conseguido ser el primero en cruzar el Atlántico en avión y su nombre, el de Rada, Ruiz de Alda y Durán habían quedado grabados en la historia de la aviación y en la del deporte. En Palos, en Las Palmas, en Porto Praia, en Fernando Nornonha, en Recife, en Río, en Montevideo, en Buenas Aires… el recibimiento al Plus Ultra era cada vez más multitudinario. La prensa internacional había contado diariamente las andanzas de los aviadores, y en España aquello fue ya una locura: en todas las ciudades y pueblos se seguían al minuto los acontecimientos sobre la expedición, y llegaron a distribuirse por miles las colecciones de cromos, postales e ilustraciones con escenas de la aventura e imágenes de sus protagonistas. En Huelva, los ciudadanos se agolpaban cada día a las puertas del Círculo Mercantil a la espera de noticias del viaje que había vuelto a poner a su provincia en un lugar visible del mapa y del que se sentían protagonistas, aunque fuera una fama efímera. El Plus Ultra se había ganado el cariño y la admiración del mundo. De Palos a América, como 434 años antes, solo que aquella cuarta carabela no desplegó velas, sino alas.

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