Frutas de corazón rojo y alma viajera

Historias del Nuevo Mundo con sabor a Huelva

De higos a brevas nos acordamos de que hubo un día en el que las higueras crecían en toda la campiña onubense para exportar su preciado fruto, producción asociada a otros árboles frutales

Dibujo de una fresa chilena. Amédée  Frézier, Relation du voyage de la mer du Sud…, 1717.
Dibujo de una fresa chilena. Amédée Frézier, Relation du voyage de la mer du Sud…, 1717.
Antonio Sánchez De Mora

20 de marzo 2022 - 05:00

Las sabrosas fresas, señeras representantes de la innovación agrícola onubense, lucen rojas en nuestras mesas y lideran un mercado hortofrutícola en expansión, en compañía de frambuesas, arándanos y moras. Es una pena que hayan desplazado a un viejo conocido de la provincia, que en su día paseó su rojo corazón por el Viejo y el Nuevo Mundo, primer protagonista de la historia de hoy.

De higos a brevas —porque hablo de los higos— nos acordamos de que hubo un día en el que las higueras crecían en toda la campiña onubense para exportar su preciado fruto, producción asociada a otros árboles frutales. Así ocurría en Lepe, villa en la que a comienzos del siglo XVI se cultivaban manzanos, perales, ciruelas, albérchigos, duraznos, melocotones, membrillos, granados, brevas e higos. Tal era su producción que los esportones y serones, colmados de este dulce fruto, nutrían los mercados de la comarca, aunque su verdadera rentabilidad estaba en la exportación de higos secos. Empezando por Cristóbal Colón y continuando con Juan Díaz de Solís —vecino de Lepe que falleció a manos de los caníbales mientras exploraba el Río de la Plata—, los higos secos, acompañados de ciruelas y uvas pasas, completaban la dieta de los marineros que se aventuraban a cruzar el océano Atlántico rumbo al Nuevo Mundo.

La versatilidad de la higuera permitió su pronta proliferación en las colonias americanas, tal y como nos recuerda el cronista Gonzalo Fernández de Oviedo a comienzos del siglo XVI. Si en las islas del Caribe fue capaz de subsistir, en el continente encontró terrenos más propicios, y por eso en 1534 se la documenta en los valles mexicanos y, unas décadas después, en el Perú.

No tardó en convertirse en uno fruto habitual de las cocinas criollas, dando lugar a postres muy afamados. Ténganse presentes los higos enmelados y horneados de Guatemala o el dulce de Higos de su vecino El Salvador. ¿Quién sabe si algunos onubenses contribuyeron a la difusión de nuestros higos por Centroamérica? A Nicaragua llegó a mediados del siglo XVI un tal Marcos Alemán, oriundo de Lepe, y en Santiago de Guatemala se avecinó Juan Ramos, nacido en Gibraleón y emigrado en busca de fortuna, que a comienzos del siglo XVII se trajo a toda su familia hasta su nuevo hogar. Todos ellos conocían los higos frescos y secos, y quizás algunas de sus elaboraciones. Porque los higos secos nos han dejado en Andalucía un regalo para los sentidos, que hunde sus raíces en las migraciones de griegos y fenicios con permiso de la rica cocina andalusí: el pan de higos. Triturados con almendras, aromatizados con hinojo, canela y clavo, y espolvoreados con ajonjolí; un dulce asociado a la Navidad pero que se puede degustar todo el año.

Otro onubense, éste de Moguer, pudo encontrarse y probar la segunda protagonista de nuestra historia: la fresa. Juan Ladrillero era ya un experimentado piloto de avanzada edad cuando emprendió la exploración del sur chileno y navegó hacia el Estrecho de Magallanes, en 1557. Recorrió las costas del extremo meridional americano, arriesgando su vida. Algunos supervivientes de aquella difícil travesía lograron alcanzar la isla de Chiloé, donde tuvieron que superar la hostilidad inicial de algunos nativos. No se resignaron a morir y continuaron su periplo por la costa de aquella isla, hasta que obtuvieron la colaboración de algunos indígenas, que les proporcionaron víveres con los que regresar al puerto de Valdivia, ya en diciembre de 1558. Ladrillero, entre tanto, quedó rezagado, aunque finalmente logró salvar su vida ¿Le ofreció algún nativo una de aquellas “frutillas” que llamaron la atención de los españoles?

Ya en 1542 el conquistador Pedro de Valdivia alabó esta “perla que producen los campos”, que se asemejaba a las fresas silvestres europeas, aunque de sabor más dulce y delicado. Ya la conocían y recolectaban los indios mapuches, pues además de comérselas frescas, las secaban al sol o les servían para elaborar un brebaje local. Fueron éstos los que se las mostraron a los españoles y, por eso supongo que pudo probarlas un tal Hernando de Huelva, que se avecinó en la ciudad de Concepción a mediados del siglo XVI. A finales de esa misma centuria también llegaron a Chile los almonteños Sebastián Ramos, su mujer y sus hijos, por lo que es probable que acabasen degustando aquella frutilla tan deliciosa, habida cuenta de su abundancia.

Durante siglos fue la estrella de las frutas chilenas, aunque a Europa no llegó hasta comienzos del siglo XVIII, cuando Amédée Frézier las introdujo en Francia. Fue allí donde se cruzó con otra variedad, la norteamericana, dando lugar a un híbrido que iba a tener una gran proyección.

De ornamento de jardines botánicos y disfrute aristocrático, se convirtió con el tiempo en una fruta popular. A comienzos del siglo XIX regresó al Nuevo Mundo y su cultivo se expandió por los Estados Unidos, primero en el Este y luego en el Oeste californiano. Ironías del destino, la villa natal de Juan Ladrillero, la tierra de aquellos onubenses que emigraron al Nuevo Mundo, vio crecer unas fresas híbridas californianas. En los años sesenta del siglo pasado un onubense probó este nuevo cultivo con la esperanza de sacar algún beneficio, y su éxito animó a más y más emprendedores, hasta convertirse en la próspera actividad agrícola que es hoy. ¿Qué diría el higo de esta advenediza?

Higos y fresas, frutas viajeras que, cual cante de ida y vuelta, tienen una historia compleja nacida de los intercambios entre dos mundos, y que han encontrado su sitio en la gastronomía onubense.

La próxima entrega: Una cena de despedida

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