¡Fíate de letreros!

Cien años de José Nogales

Este artículo es otro recuerdo de la infancia de Nogales en la Sierra. Es la narración de lo que le ocurrió a un pariente que, de Aracena, viajó a Sevilla y de lo que le pasó, al verse metido en las luchas entre protestantes y católicos, muy frecuentes en aquellos años de república y revolución. (Ángel Manuel Rodríguez Castillo).

¡Fíate de letreros!
El Liberal

01 de agosto 2008 - 01:00

A los que vivíamos en Andalucía allá por la época revolucionaria, y preferentemente hacia la parte de Sevilla a Córdoba y de Cádiz a la frontera de Portugal, no nos faltaban emociones casi a diario. A los que empezábamos a vivir, ese estado de excitación social nos regocijaba grandemente.

Desde el famoso grito de Cádiz y la no menos famosa batalla de Alcolea, la sacudida histórica no cesaba. Un día que si las milicias, otro que si Pérez del Álamo, esotro que si Carvajal y los malagueños, ahora que si el cantón, luego que si los voluntarios... y manifestación va y manifestación viene, y cada cuatro días unas elecciones, y cada seis un gobierno y cada mes un régimen.

A todo esto, guerras formales en el Norte, en el Sur, en Cuba; y el espíritu público al rojo resplandeciente.

De Sevilla oía yo contar cosas estupendas. La gente andaba con fusil al hombro, arrastrando el sable y con unos gorros coloreados que metían espanto. Había, nadie sabe cuántos, periódi-cos que andaban a la greña, y el pisto político hervía de carlistas, republicanos, cantonales, radicales, negros, blancos, alfonsinos... Y en los cafés de "mayor circulación" se bailaba el can-can

Un día llegó al pueblo la noticia de que habían establecido los sevillanos a lo largo de la calle de los Reyes Católicos un tranvía de mulas. ¡Un tranvía! Creo que ni llegó a andar. Años después vi los raíles cóncavos llenos de barro.

Otro día, la noticia fue más gorda: habían abierto al culto diez o doce iglesias protestantes. Todavía no eran iglesias, pues se las arreglaban en los patios de algunas casas; pero ponían lemas y versículos en la calle, y el escándalo crecía con tales cosas.

En aquel periodo de propaganda radical en todo sentido, llovían sobre los sevillanos Biblias, folletos, hojas evangélicas con una profusión que amenazaba envolver a la ciudad en papeles. Los católicos arreciaron en su acción y predicación, y así vinieron a consti-tuirse dos verdaderos bandos. Parecía una antigua ciudad de Francia en tiempo de los hugono-tes.

Entre los apologistas de acción se distinguía el Padre Gago, a quien sus polé-micas de viva voz y por escrito dieron notoriedad. Entonces era cosa corriente oír por las ca-lles ¡Viva Gago! o ¡Muera Gago!, según el grupo que lanzaba el grito.

Por aquellos días se le ocurrió a un paisano y algo pariente mío ir a curiosear lo que pasaba en Sevilla, porque además de curioso era tan sedentario, que en cincuenta años creo que no había salido dos veces del término municipal. Y esto da la medida de aquella agitación general, que hasta sacó de sus casillas y vida apaciguada al más poltrón de los nacidos.

Fue el hombre y a pocos días le trajeron; porque él mal podía venir, según ve-nía. Del coche le trasbordaron a un mulo, del mulo a una silla y de la silla a la cama, donde por fin le desliaron. Esta es la palabra, porque mi pariente venía como una de esas momias de exportación que mandan de Egipto.

Bizmado, emplastado, vendado, untado, fajado, y creo que estopado, tal como dejaron a Don Quijote entre la ventera y Maritornes aquella negra noche de su historia, volvió a su patria y hogar el infeliz curioso impertinente.

Servíale un ama que le había visto nacer, vieja, rústica y rezandera, más expedita de lengua que de miembros, de ánimo avinagrado y de maneras francas. Mientras el barbero le desenfardaba, la vieja se despacho a su gusto.

-¿Regoluciones quieres? Cata que te han dado cada una como un pan. Apriétele, maestro esos bultos que trai pa que se acuerde. Negro viene el condenao de Dios, y apestando a botica.

-Si no estuviera recién sangrado- dijo el paciente- ya te lo diría yo, vieja embustera. ¿Así recibes a tu amo? ¿Éste es el consuelo que tiene uno en su casa?

-Si no fueras a hocicar donde no debes ni a empancinarte de herejías y regoluciones, bien santo y bien quieto que estarías. El diabro las carga: chúpate el tizonazo.

-Haya paz- dijo el maestro.

Y cuando vino el médico mandó matar gallinas, revolver pucheros, partir perniles, traer medicinas y requerir cuidados. ¡Otra regolución!

Cuando pudo contó el tremendo lance. Llegado a la ciudad, la paseó de un lado a otros; vio hacer ejercicio a los voluntarios; visitó la Catedral y la Fábrica de Tabacos; en el café del Turco oyó a unos cuantos oradores, y presenció el desfile de cuatro o seis mil manifestantes. Por la noche, en un teatrillo de la calle Amor de Dios, disfrutó de un can-can delirante; en la Puerta del Arenal vio hacer una barricada...

Así pasó el tiempo, siempre medio embobado con tantas cosas y sin pensar en el regreso, aunque tenía dispuesto volver como había ido, en un carro, haciendo noche en las ventas.

En esto, acertó a pasar a prima noche por una plazoleta o, como llaman allí, barreduela, cercana a la puerta de Triana. Estaba aquel espacio bien alumbrado, con un letrero compuesto de luces de gas que brillaban junto a los hierros de un balcón. Él no había visto jamás letreros de esa especie, y así se puso a descifrarlo, según el viento le dejaba.

"Dios es Amor."

-¡Hombre! Esto es cosa buena. Y se acercó a la casa, vio el patio lleno de gente que cantaba con cierta unción al compás de una música de tonos religiosos.

Casi enfrente de aquella casa vio otro letrero balconil, algo más complicado, que con sus lucecitas decía:

"Paz en la tierra a los hombres...

Se recogen hilas para los heridos del Norte."

-¡Maravilloso!- pensó mi pariente.- Dios es amor y paz en la tierra... ¡No está Sevilla tan perdida como dicen!

Desentrañaba aún el hondo sentido de aquellas tembladoras inscripciones, cuando un grupo que venía de la calle de San Pablo desembocó en la plazoleta, y a los gritos de ¡viva Gago! ¡abajo los ateos!, la emprendió a peñascazos con el primer letrero. Y como allí no había más ateo que mi pariente, que estaba extático, allí fueron los garrotazos, las puñadas y los empujones.

Los de la capilla protestante salieron al punto, también garrote en mano -porque la escaramuza era todas las noches- y como los contrarios se replegaron para tomar carrera, viendo solo y en campo neutral a mi deudo, arremetieron con él y llevó la segunda tunda. El encuentro fue con él, porque unos y otros se lo pasaban por el cuerpo con tanta bravura y gentileza como si él hubiera nacido para ser campo de batalla. Unos adelantaban, otros cedían, y siempre tenía alguien encima. ¡Bien lo molieron!

Se presentó la ronda de guindillas -dichos así por los kepis colorados- y los combatientes desaparecieron. Quedó... ¡quién había de quedar! El molido, asendereado y maltrecho curioso forastero.

No habiendo otra cosa en quien descargar el peso de la autoridad y buen gobierno, lo descargaron sobre el caído, y así llevó la tercera tunda de la temporada, que no fue la más floja.

Cuando a hombros o a puñadas se lo llevaban, lo último que vio el mísero, y esto como una llamarada que le seguía, fue aquellas bellas y consoladoras palabras escritas con luces de gas: "Dios es Amor", "Paz en la tierra...", "Se recogen hilas..."

¿Quién las recogerá para mí?- pensaba el triste.

-Tú por lana, el diabro por ti; los dos en paz. Cata que sales a verdugón por gallina; que llevas comidas ocho y te comerás seiscientas. ¿Con herejes andas? Repelones hoy y tizonazos luego. ¡Fíate de letreros y no corras!

Esto dijo el ama y confirmó el paciente, jurando que ya no haría más que un viaje, y corto. Cuando Dios fuese servido.

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