Cocina de supervivencia
EN verano hay que tener cuidado con las intoxicaciones alimentarias. Un día se te antojan unas coquinas y, como te pillen regulares, estás cuatro días a aquarius y con más hambre que el perro de Carpanta.
Y eso que algunos ex universitarios tenemos el estómago a prueba de bombas. Es lo que tiene vivir con una asignación semanal, priorizas y al final el tabaco, las cervecitas entre clase y clase, los cafelitos al entrar y por la tarde y las escapadas nocturnas se llevan gran parte del presupuesto. Para la comida, y qué decir de los apuntes, no alcanza. No hace falta ser economista.
Con ese presupuesto, unido a nuestra destreza en la cocina, el bocadillo de atún se convirtió en un clásico de la cocina minimalista. Si empezamos a comer mejor fue porque fotocopiamos un libro de recetas fáciles. Venía desde el entrante de los espárragos con mahonesa, "abre el bote, quita el agua, sirve el contenido que quede y vierte la salsa encima" al arriesgado mundo del huevo frito y el aceite hirviendo. "No te amedrentes, la vida son dos días, pero hay que comer", empezaba la receta.
Una vez pasados los primeros sustos de que las viejas sartenes salieran ardiendo, me aficioné a cocinar algo de vez en cuando para sofocar los apetitos. El día que me metía en la cocina, era fiesta nacional en el salón. Lo anunciaba temprano a modo de pregonero, un solemne "se hace saber a los señores muertos de hambre, que hoy cocino" y salía la primera expedición a comprar una botella de vino para acompañar, y una barra de pan de las caras, con harina por encima.
Las judías con bacon y la tortilla de patatas con queso fundido eran mi especialidad. Con semejante festín, era tontería desperdiciarlo yendo a clase por la tarde, pegaba más una siesta.
La experiencia es un grado, dicen, y llegó un día que el éxito nos nubló. Asumimos el riesgo y consensuamos: hay que comer pescado. Reconozco que dí un paso atrás, una cosa eran los calamares rebozados o las gambas con mahonesa, pero un pescado de verdad, de los que llevan espinas… no estaba preparado. Uno de mis compañeros fue el que tomó el testigo, recopilamos todo el dinero del que disponíamos y salió valiente hacia ese lugar inhóspito cuya ubicación conocíamos porque estaba en frente del estanco: la pescadería.
Fueron unos minutos tensos, a saber con que volvía. Pescado, ese gran ausente en nuestra dieta. Volvió y empezó a gestarse el desastre. Traía tres caballas, una para cada uno. Yo miré al bichejo que me tocaba en suerte y no era tan grande como había soñado.
Había aún que cocinarlo y el promotor de la idea, más de la escuela de Arzak que de Adriá, se empeñó en que ese pescado, en concreto ése, no otro, se cocinaba sin limpiarlo. "¡Ningún pescado se cocina sin limpiarlo¡", rebatí buscando apoyo jurídico entre las hojas de mi libro, una carta magna de la cocina que diese razón a la lógica.Pero no pude mellar su decisión, pese a que nos llevaba a un destino macabro, pasar todo el día sin comer o, aún peor, tener que ir a comprar más y no poder salir ese fin de semana.
Ya habíamos experimentando todo en la cocina. Un domingo de hambre, cocinamos lo único que había, espaguetis, y el mundo se nos vino encima cuando comprobamos que nos habíamos pasado con la sal. Pensamos, ¿cuál puede ser la solución? Evidentemente, azúcar. Tiramos de lógica: una cosa compensa a la otra. También una vez hicimos caracoles, más de tres kilos. Sólo uno sacó la cabeza, creo que para pedir que le diéramos más fuego y acabásemos ya con aquella tortura convertida en sopa de babas.Así que cuando cerca de las cinco de la tarde, (las caballas se hacen a fuego lento), y ya con la botella de vino por el culín, probamos el pescado, apenas se notaba que el riñón y todas sus cosas de pez se habían esparcido por dentro.
Mi compañero desistió, "es verdad, tenía que haberle dicho al pescadero que me lo limpiara".Menos mal que éramos de costa, porque si nos dan un ciervo nos comemos los cuernos. Creo que al final le echamos ketchup y para adentro, la salsa mágica del estudiante.Casi una década después de abandonar la facultad, ninguno somos cocineros, ya se intuía. Pero nuestro objetivo culinario se ha cumplido, con mejores o peores rachas: tener dinero para irnos de bares. Eso sí, cuando me recupere, porque ahora tengo tanta hambre que me comía la caballa acompañada de las coquinas y con los espaguetis por encima. Pero toca aquarius…
También te puede interesar
Lo último