Historias del Nuevo Mundo con sabor a Huelva

Cajetas de carne de membrillo para endulzar el viaje

  • Pocos saben que la carne de membrillo, ese dulce sencillo y popular, esconde un pasado ilustre y hasta divino. Ilustre porque era uno de los postres predilectos del ilustre literato moguereño que logró el premio Nobel; divino porque la diosa Afrodita solía alzar un membrillo en su mano derecha, manzana dorada —de ahí su nombre, chrysomela— que se asociaba al amor y la fecundidad.

Bodegón del pintor Luis Egidio Meléndez (s.XVIII), en el que se observan varias frutas y cajetas de dulce. Museo Nacional del Prado.

Bodegón del pintor Luis Egidio Meléndez (s.XVIII), en el que se observan varias frutas y cajetas de dulce. Museo Nacional del Prado.

Por eso las novias romanas mordían una de estas frutas, para embelesar con su fragancia al hombre que las besaba. En la Antigüedad latina lo degustaban con miel, pues fueron los árabes los que extendieron el uso del azúcar en la elaboración de dulces como el que nos ocupa.

En al-Andalus se disfrutó del membrillo en guisos variados, aunque fue su confitura la que triunfó, por su sabor y por su larga conservación. Esta virtud fue la que atrajo sin duda a los navegantes, preocupados por incorporar frutas en sus largos viajes, y por eso Pedrarias Dávila en 1513 o Fernando de Magallanes en 1519 incluyeron las cajetas de membrillo en sus víveres. Cristóbal Colón es probable que también lo hiciera, aunque tan sólo hay constancia de que a su casa palacio en La Española se enviaron en 1494 doce cajas de membrillo y otros confites, conservas, frutas y frutos secos.

Membrillos cosechados en las huertas domésticas o en las de los terratenientes, incluidas las de los conventos y monasterios de las villas onubenses; membrillos comprados en los mercados cuando caía el verano o comenzaba el otoño. Alguna esposa de agricultor debió completar los ingresos familiares con la elaboración de la carne de membrillo que embarcaron los capitanes y exploradores de la Mar Océana. Al fin y al cabo, su elaboración era sencilla: Lavar y cocer los membrillos, pelarlos y rayarlos, amasar la pasta con su peso equivalente en azúcar y cocer unos minutos. Así lo elaboraba ya Martínez Montiño, cocinero real de comienzos del siglo XVII, y así se sigue haciendo en las casas andaluzas. Hoy lo vertemos en recipientes de plástico y, hasta hace poco, en latas de metal, pero antaño se hacía en cajas o cajetas de madera, fáciles de transportar y almacenar. Para acompañarlo no faltaba nunca el queso, asiduo en las bodegas de los navíos, más bien curado y obtenido principalmente de la leche de cabra y oveja.

Así hizo las Américas nuestra carne de membrillo y así triunfó, porque llegó para quedarse. No sólo por el deleite de su consumo, sino por sus virtudes medicinales, pues, como hizo constar Miguel de Cervantes al narrar la enfermedad de Sancho Panza, el médico le recomendó “unas tajadicas subtiles de carne de membrillo, que le asienten el estómago y le ayuden a la digestión”.

Aunque ya existían edulcorantes extraídos del maíz, el maguey o la tuna, la introducción del cultivo de caña de azúcar revolucionó la gastronomía de allende la mar.  De hecho, la técnica empleada en la elaboración de la carne de membrillo se aplicó a otras frutas americanas, como el babaco, la guayaba, el zapote o el mamey, ofreciendo una textura similar. Así lo constató José de Acosta a finales del siglo XVI y así se comprueba hoy en día a lo largo y ancho del continente.

Los membrillos no tardaron en proliferar en aquellas tierras. En la Nueva España abundaban tanto que “por medio real nos daban cincuenta”, según el citado José de Acosta. Tanto es así que hoy en día sigue elaborándose la carne o “ate” de membrillo, muy afamada en la bella ciudad de Puebla de los Ángeles. Allí se fundó en 1556 el convento de Santa Catalina y sus monjas se dedicaron a la elaboración de pasteles y dulces. La primera comunidad la formaron varias viudas, lideradas por la beata María de la Cruz Montenegro. No sabemos si alguna de aquellas monjas era nacida en alguna de las localidades onubenses, aunque lo cierto es que hubo oriundos de nuestra tierra entre los primeros pobladores de aquella ilustre localidad.

En los primeros quince años de vida del nuevo municipio poblano se avecinaron Alonso García de Ayamonte y Fabian Morales de Huelva. Allí vivieron sus últimos días y allí fallecieron, al igual que el moguereño Juan Niño, aunque este último estaba avecinado en Santiago de Guatemala. En Puebla también vivía Isabel Neta, nacida en San Juan del Puerto y emigrada a Nueva España junto a su esposo, Cristóbal de Ojuelos. ¿Cocinaría carne de membrillo para recordar los sabores de su añorado pueblo? Ya viuda, reclamó a su hijo Gonzalo que la acompañase y éste embarcó junto a su esposa e hijos, rumbo al Nuevo Mundo.

Cualquiera de ellos pudo llevar consigo algunos membrillos o sus semillas y, desde luego, cualquiera de ellos pudo cocinar o degustar su confitura. A fines del siglo XVII los dulces del convento de Santa Catalina eran tan famosos que les fueron servidos al virrey de Nueva España, de visita por la ciudad. De la variedad de manjares reseñados en las cuentas municipales destacan las “cajetas de dulce de olor”, quizás en alusión a la fragancia que desprendía la carne de membrillo.

Desde luego el dulce pervivió en Puebla y se expandió por todo el continente. Incluso en su sempiterna combinación con el queso, que en Uruguay lo han bautizado con el nombre de un arquetipo literario del gaucho: “Martín Fierro”.

 

PRÓXIMA ENTREGA: “Una caldereta para su Ilustrísima”.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios