Huelva

Angelita, Premio Nobel de la Paz

María Ressa, el día que recibió el premio Libertad de Prensa de la UMA.

María Ressa, el día que recibió el premio Libertad de Prensa de la UMA. / Javier Albiñana

Acababa de cumplir 55 años y la transparencia de sus gestos –era lo que parecía, ni un gramo de impostura– la hacía mucho más joven. Noviembre de 2018, María Ressa en Málaga. Hablamos durante dos días del periodismo que circulaba por sus venas y traducía en un firme compromiso con la libertad de prensa, es decir, con la democracia. Se jugaba el tipo en Filipinas, donde abrasaba la lava del volcán autoritario. Había venido a España a recoger un premio internacional, hoy tristemente desaparecido. Cuando en la mañana de este viernes escuché que era Nobel de la Paz 2021, junto al periodista ruso Dimitry Muratov, la emoción del recuerdo me llevó a compartir estas líneas.

No tardamos en acentuar la empatía con apelaciones a la olvidada historia común de nuestros países, y después de que ella chapurrease unas palabras en tagalo, de una extraña y emotiva resonancia familiar, me descubrió su nombre completo: María Angelita. Ciertamente, su dulzura invitaba a llamarla Angelita… Bajo esa piel suave, estaba el sólido músculo que aguantaba los zarpazos del autócrata Rodrigo Duterte, empeñado en silenciar Rappler, el digital de Manila que descubría y descubre a diario las enaguas almidonadas de una democracia impostada, que sobrevive gracias al silencio, la mentira y la inoculación del miedo.

Angelita, que sabía bien de lo que hablaba –estudió en Princeton y fue jefa de información de CNN–, parecía más preocupada con Donald Trump que con Duterte. Duterte era la marioneta de un tiempo convulso, en el que los vientos de Washington inflamaban las hogueras de los predadores de los derechos humanos. Sobre unas hojas de papel, recalcaba sus palabras con pequeños esquemas gráficos. Trump era un desastre mundial para la libertad de prensa y la democracia, cuando las redes sociales, movidas desde la opacidad de las corporaciones globales, amparaban los bastiones de la polarización.

Si Trump declaraba que la prensa en Estados Unidos era el enemigo público número uno, qué no sucedería en Filipinas o en Brasil, o allí donde los intereses espurios necesitasen para sobrevivir el relato alternativo de la realidad. Era la madre, en fin, de todos los negacionismos, empezando por el de las libertades, hoy rescatados por quienes aún laten, ¡y cómo laten!, con los estertores del viejo régimen. Frente a la voz de sus periodistas –Rappler no dejó de aumentar la audiencia global–, la intimidación dirigida a ella a través de la policía, la presión fiscal y los tribunales, orquestada en las redes por un ejército al servicio de Malacañán, con troles anónimos, mensajes falsos, webs rebosantes de desinformación, bots replicantes e influencers. Llegó a recibir en una hora noventa mensajes de odio a través de la panacea universal de Facebook... Y en la oscuridad impune, porque aún hay más refugios para los miserables, las continuas amenazas de muerte, secuestro y violación.

Si realmente creemos en la libertad, insistía en una cena deliciosa, más por ella que por la excelente cocina, nunca deberíamos autocensurar nuestras voces. ¿O no ocurre así cuando ahogamos el pensamiento propio y nos entregarnos a la toxicidad, tantas veces disfrazada de periodismo, que termina arrastrándonos hacia el griterío de algún púlpito interesado?

Qué inmensa alegría: ¡Angelita, Premio Nobel de la Paz!

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