Alcohólicos Rehabilitados Onubenses (ARO)

Alcoholismo: La vida a través del cristal

  • El alcoholismo es una tragedia para quienes lo sufren y para sus familiares. Por suerte, en Huelva cuentan con el apoyo de ARO y su equipo de voluntarios desde hace casi 50 años

Reunión semanal de uno de los grupos de apoyo de ARO.

Reunión semanal de uno de los grupos de apoyo de ARO. / Josué Correa

En el fondo todo lo que ocurre en la vida es una cuestión de perspectiva. No los hechos en sí, claro. Esos son irrefutables. Inalterables. Lo que es, es. Pero sí cómo se aceptan, cómo se disfrutan o se rechazan, cómo se sienten o se padecen. Vale, cambiemos la frasecilla del principio, entonces: En el fondo, cómo se vive la vida es una cuestión de perspectiva. Lo decía hace mucho tiempo Ramón de Campoamor: “Y es que en el mundo traidor / nada hay verdad ni mentira: / todo es según el color / del cristal con que se mira”. Aunque hay cristales y cristales.

La vida a través del cristal de una botella no cambia la perspectiva de nada. Lo que hace es deformar. A través de la botella, por ejemplo, puedes ver a Diego, deambulando por la calle. Andando a trompicones, con la misma ropa de trabajo, ahora más sucia, con la que había salido de borrachera un día y medio antes: “me sentí como un mendigo, un pordiosero. Entonces me di cuenta de que todo lo que me decían de necesitar ayuda realmente era verdad”, cuenta. Apenas recuerda lo que hizo durante esas horas, aunque se lo imagina porque ya lo había hecho antes. Lo había hecho cuando era un jovencito con apenas 12 años, lo había seguido haciendo durante toda su adolescencia y terminó haciéndolo como adulto. Nada importaba. Ni siquiera su mujer, ni su hijo, porque todo ese tiempo estuvo “sin dejar de engañar a los que me querían. Seguía desapareciendo cada vez que necesitaba evadirme o enfrentarme a mis problemas, sin darme cuenta que seguirían estando ahí y de que tenía otro más”.

A través de la botella puedes ver a Ana paseando, borracha y puesta, a su pequeña recién nacida: “Vivía con él y para él sin pensar que tenía una niña que dependía de mí. Participé en cosas que jamás había imaginado”, recuerda. Dos años antes, entonces sin bebé, había pasado por lo mismo, junto a su marido, y lo habían superado. O no, porque aquello empezaba a parecerse a un círculo vicioso que desde luego no invitaba al optimismo: “pensé en tirar la toalla y gritaba que por qué me tenía que pasar esto a mí”. Sin embargo no lo hizo. Ana pensó en su hija. “No me vi en el derecho de privarla de conocer a su padre, un hombre que en esos momentos no era ese hombre bueno que en el fondo era” y al que conoció muchos años antes, cuando “éramos una pareja de adolescentes que sólo pensaba en divertirse” sin caer en la cuenta de que “beber los fines de semana o consumir de vez en cuando te puede llevar a conocer ese fantasma” que convierte cualquier sueño en “una gran pesadilla”.

Si miras a través de la botella verás a Manuel. Tan joven, tan roto. Discutiendo con sus padres y su hermano. Defendiendo a un “amigo” que terminaría convirtiéndose en su peor enemigo: “Lo defendía sobre todas las cosas hasta que un día  empezó a jugarme malas pasadas, no me acordaba dónde había estado el día anterior, metía la pata con mucha frecuencia, empecé a gastar dinero que no tenía, nadie quería salir conmigo…”. Le hizo echar la mirada al suelo cuando la gente le hablaba y le enseñó a desconfiar de sí mismo. En el fondo, dice amargamente, “me hizo sentirme una mierda, me dominaba y no podía parar”. El alcohol “poco a poco estaba acabando con mi vida y con la de mi familia. Podía conmigo, me había robado mi personalidad, mi autoestima, mi salud y muchas cosas más”.

Una pareja acude a la reunión de grupo de ARO. Una pareja acude a la reunión de grupo de ARO.

Una pareja acude a la reunión de grupo de ARO. / Josué Correa

El cristal de una botella deforma a las familias. Las rompe. Y al otro de la puerta deja bronca, griterío y el peligroso aviso de una mano que se alza, violenta, y retrocede temblorosa. Les quita el dinero y la ilusión y a cambio regala lágrimas, miedo, desesperanza y promesas rotas. “En cada situación vivida la respuesta siempre era la misma: esto no volverá a pasar, dadme otra oportunidad, a partir de hoy no bebo más”, recuerda una hija que hoy es más feliz. Es difícil vivir “rodeado de mentiras, engaños y sufrimientos, como ver a tu madre llorar desesperada sin saber qué hacer para que pudiéramos ser una familia normal”, pero más difícil aún es encontrar un asidero donde sólo hay “discusiones, peleas, voces más altas que otras, faltas de respeto”, una “situación insostenible” en casa.

A través del cristal de una botella uno no se puede mirar al espejo. Desfigura. Descompone. Engaña. Que se lo digan a Diego, que no se corta en decir de sí mismo que “era un desecho de la sociedad”, que se había “abandonado como persona, hacía sufrir a la gente que me quería, no me importaba nada” porque “sólo pensaba en beber”. O a María, que era siempre la última que se iba a casa “dando tumbos por la calle” esperando a que alguien la llevara dándole a cambio “lo que me pidiera”. Lo que fuera. La que dejaba a su familia esperándola los días de Nochebuena o de Nochevieja, la que gritaba o armaba jaleo en la cola del súper si alguien se colaba, la que casi disfrutaba quedándose sola “bebiendo y bebiendo, llorando por los rincones y tirada en cualquier habitación”.

A través del cristal de una botella estas historias parecen lejanas, ajenas. Tanto que nadie piensa que pueda ocurrirle lo mismo. Pero pasa. Claro que pasa. Beber es tan español, tan común y tan aceptado que esa posibilidad solo se mira de reojo. El alcohol es la sustancia psicoactiva más consumida por la población española, según la Encuesta sobre alcohol y drogas en España (EDADES 2019). La edad de inicio de consumo se sitúa en los 14 años (tanto en hombres como en mujeres).

Aunque el hecho de beber no hace a nadie alcohólico, “es muy fácil” caer, segura el prestigioso psicólogo Cristóbal Gangoso, especialista en adicciones. En realidad, solo se requiere la presencia de tres elementos: “un clima social permisivo y bastante tolerante, que invita al inicio” (eso ya lo tenemos),  un modelo de personalidad “algo porosa y vulnerable” y un tóxico, en este caso el alcohol, con capacidad adictiva. “Dale tiempo y el resto viene solo”.

A través del cristal de una botella todo parece imposible. El cristal de la botella te confunde, te derrota, acaba con cualquier esperanza, pero hace casi cincuenta años que un nutrido grupo de personas se reúnen en torno a tres letras para demostrar que todo es mentira, que siempre hay una puerta abierta. Tres letras: ARO, y miles de onubenses los que la han cruzado ya. Miles de vidas recuperadas, reconstruidas, restauradas gracias a una asociación que en el fondo es una gran familia dispuesta siempre a ayudar a quienes los llaman, con la ilusión de poder hacer con los demás lo que un día hicieron por ellos. El doctor Cristóbal Gangoso es el director técnico y alma máter (de hecho lleva su nombre desde hace casi una década) de Alcohólicos Rehabilitados Onubenses. En la asociación, que actualmente atiende a casi 700 onubenses con problemas de adicción de toda la provincia, trabajan cerca de 80 personas de forma totalmente desinteresada. Por eso  ARO es tan distinta: no hay sueldos. Todos son voluntarios y los monitores son personas que han pasado exactamente por lo mismo que están pasando quienes acuden a su sede en busca de ayuda. Allí les espera la ‘Guardia’, el grupo encargado de recibir a quienes atraviesan por primera vez esa puerta a la esperanza y que los guía en sus primeros pasos. Después empieza una carrera de fondo en la que, eso sí, no existen las prisas porque no se trata de llegar primero, sino de hacerlo: los grupos de preinicio, iniciación, intermedio y final llevan a la persona que acude a ARO a un camino que va desde el control de la abstinencia hasta la despedida de la asociación. Una terapia de cuatro años y una forma diferente, pionera, de entender el tratamiento del alcoholismo que, no hay duda, ha dado excelentes resultados. Además de la labor de rehabilitación, en la que se incluye a los familiares (dice muy gráficamente Manuel Darriba, presidente de ARO, que “hasta el perro se esconde bajo la cama, cuando escucha nuestra llave abrir la puerta”, porque el alcohol “nos hace ser unos monstruos con nuestras familias”), la asociación realiza una importante tarea de prevención y sensibilización acerca de las adicciones mediante un equipo de voluntarios que acuden a dar charlas y testimonios en medios de comunicación, institutos y asociaciones con el objetivo de transmitir “las consecuencias que tienen los tóxicos y también que hay una esperanza para salir de ello”, explica Darriba, al tiempo que “intentamos que todos muestren sensibilidad y empatía por el problema”.

A lo mejor está bien repetirlo: Cerca de cincuenta años llevan haciéndolo. Casi medio siglo salvando vidas. Huelva le debe una a ARO. Una muy gorda, porque desde que dejaron de mirar a través del cristal de una botella, Diego escucha y habla con los que lo quieren y está encontrando “a la persona que soy sin tener que fingir como antes”; Manuel tiene de nuevo una familia, amigos y, lo más importante, “me tengo a mí mismo”; nuestra hija sin nombre tiene lo que deseaba y “poco a poco vamos siendo una familia: nos sentamos todos juntos, hablamos, reímos, lloramos, compartimos momentos que antes eran impensables”; Juan ha vuelto “a ser persona, he descubierto que sí tenía valores” y que “sólo los tenia que encontrar”, y por eso se siente eternamente agradecido “a la gran familia de ARO”, porque “les debo mi vida”; María ha recuperado su libertad. Es amiga de su espejo “porque la cara que me enseña es la mía, la de alguien que ha salido del fango pero que ahora tiene la cara limpia, bien limpia”. Su felicidad “sale del corazón, no de una botella”. Y en cuanto a Ana… Ana se ha recuperado a sí misma, a su marido y, lo más importante, a su hija. Todo ha cambiado para bien y se emociona pensando en lo que va a decir, en algo que pensaba que nunca diría: que es “feliz”. Qué cosas. Feliz por llevar una vida normal.

Y es que, en el fondo, todo es cuestión de perspectiva.

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