Guardia de alabarderos en el funeral de Franco

Franco: 50 años, 50 historias [19/50]

La Taberna del Alabardero del cura Lezama abrió junto al Palacio de Oriente un año antes, en octubre de 1974. El año de la flebitis de Franco y la dimisión de Nixon

Luis Lezama, el cura que pasó de Chinchón y Vallecas a un restaurante junto al Palacio de Oriente.

Ensalada templada de chipirones de anzuelo a la vinagreta de mostaza. Pipirrana al estilo del Alabardero. Ajoblanco malagueño con perlas de melón. Porra antequerana con su guarnición. Junto a éstas y otras muchas recomendaciones culinarias, en el libro Historias y recetas de mi Taberna (PPC), del sacerdote y empresario Luis de Lezama (1936-2025), artífice de la Taberna del Alabardero, se cuenta una historia de España a partir de 1974. Uno de los capítulos se titula La muerte de Franco.

“La plaza de Oriente se convirtió en un hervidero”, cuenta este cura en estas memorias gastronómicas, políticas y culturales. Fue un testigo de excepción, porque cuando le dice al cardenal Tarancón que va a abandonar sus diferentes ocupaciones pastorales para montar un restaurante con torerillos y chavales con un futuro incierto, paseando por los jardines que rodean el Palacio de Oriente se fija en el cartel Se alquila de un local en el número 6 de la calle Felipe IV, en el corazón del Madrid de las Letras. El nombre de la Taberna se lo dieron hecho. “Por estas calles cercanas al palacio desfilaba la guardia de alabarderos en otros tiempos”.

Abren en octubre de 1974. “Aquel año de 1974 no dejábamos de tener acontecimientos”, rememora el cura vasco. Y en su calendario tenía esta sucesión trepidante de acontecimientos. “Desde el 9 de julio, fecha en que Franco ingresó en el hospital aquejado de flebitis, una serie de sucesos habían conmocionado al país e incluso al mundo porque la dimisión de Nixon en los Estados Unidos de América por el Watergate, en agosto, era tan objeto de comentarios como los problemas de monseñor Añoveros, obispo local, la ejecución de un anarquista que se llamaba Puig Antich y la bomba de la cafetería Rolando, con 12 muertos y 80 heridos en la Puerta del Sol”.

Es como si el destino le estuviera esperando. Desde su despacho del Arzobispado de Madrid, donde llevaba el Seminario Diocesano y el Centro de Vocaciones Sacerdotales, se apreciaba la plaza de la Armería de la Plaza de Oriente. “Ese año 1974 aún se esperaba al monarca. Teníamos un rey en el exilio que se llamaba don Juan al que yo había conocido por casualidad en la madrugada de 1969, un 16 de abril, al asistir en Lausana a los últimos momentos de la reina madre doña Victoria Eugenia”. Le rezó un responso ante su lecho en Ville Fontaine mientras don Juan colocaba sobre su cama el manto de la Virgen del Pilar. Una reina con su hijo en el exilio. Bisabuela y abuelo, respectivamente, de Felipe VI. “Aún vivía el general Franco”, escribe el cura Lezama.

Un año y un mes después, muy cerca se está escribiendo una página de la Historia de España. “Día y noche las colas de la gente que querían despedir el cadáver del general Franco expuesto en el salón de columnas del Palacio Real llegaban hasta nuestra propia fachada de la Taberna”.

La Taberna del Alabardero, que acogía la tertulia del Tonto Contemporáneo y elegía anualmente al merecedor de dicho galardón, fue el ágora de la Transición en los últimos meses de la vida de Franco y los primeros que sucedieron a su muerte. Adolfo Suárez y Felipe González, uno desde el Movimiento, otro desde la clandestinidad, fueron las columnas fundamentales del desmontaje de la dictadura, con el intersticio del breve mandato de Leopoldo Calvo-Sotelo, entre la intentona golpista del 23 de febrero de 1981 y el triunfo de los socialistas en las elecciones generales del 28 de octubre de 1982.

El cura Lezama conoció a Adolfo Suárez en la Taberna del Alabardero. Se lo presentó Fernando Herrero Tejedor, el ministro-secretario general del Movimiento fallecido en un accidente de tráfico en junio de 1975. Fue también quien le presentó a Manuel Fraga. “Suárez era un poco el delfín que veíamos más pendiente de la conversación que de la comida”. Excepción hecha de las tortillas francesas, a las que era muy aficionado. “Su entrada en la Taberna era bien recibida aunque nosotros pensábamos que el primer ministro de la Corona iba a ser otro hombre más familiar y conocido de la casa”, dice en referencia a José María de Areilza.

A Felipe González lo conoce por un amigo común, el empresario Enrique Sarasola. Esa tarde del otoño de 1976 los dos amigos tenían que acudir a una recepción en el hotel Ritz y le pidieron al cura que les acompañara. “Yo aún vestía de clerygman y advertí: ‘En el Ritz exigen corbata’, no por mí sino por aquel amigo de camisa a cuadros, blue jeans y chamarra, a quien había oído predicar toda la tarde. Pasamos por El Corte Inglés y le compramos una corbata evidentemente roja para entrar por primera vez en el Ritz”. Felipe tenía mucho interés en conocer personalmente a uno de los clientes más asiduos, José Bergamín, uno de los de la foto del 27, que nunca faltaba los días que Rafael de Paula toreaba en las Ventas.

“Hacía ya frío de invierno”, escribe el cura Lezama de aquel día más largo, el de la muerte de Franco. “Nosotros permanecíamos veinticuatro horas abiertos y no dábamos abasto para servir bocadillos, cafés calientes, refrescos”. Recordaba de ese día el paso por la taberna de una Lola Flores “visiblemente emocionada”, acompañada de su marido y su familia; al torero Antonio Ordóñez “haciendo espera flanqueado por sus hijas Carmen y Belén”. Recordaba a los partidarios de Blas Piñar con sus “brazaletes y gallardetes, banderas nacionales y de la Falange. Había una cierta mercadería de símbolos”. El país de la autarquía, del ostracismo, era centro de atención mundial. “La prensa y la televisión se reunían en nuestros comedores, desde nuestros teléfonos se hacía la crónica radiofónica, los observadores extranjeros buscaban impresiones y noticias, los rostros de las gentes eran la gran portada, la Taberna vivía en el centro de los acontecimientos. Nos habíamos convertido en testigos de la Historia”. Alguno de esos reporteros acallaría los clamores del hambre con una pierna de cordero lechal a la cerveza o escabeche de capón al vinagre de Jerez.

Un paseíllo histórico de este cura con los dos toreros con los que tomó la alternativa como empresario después de sus vivencias como cura en la Chinchón de Pepe Sacristán y la Vallecas del padre Llanos, que de confesor de Franco pasó a comulgar con los comunistas. Desde el burladero de un mostrador que había sido utilizado en la película La vuelta al mundo en ochenta días, veían el paso de la carrefilera de dolientes Teodoro Librero El Bormujano y Jacobo Menchón Belmonte. “Ya que no he pasado a la historia de la Iglesia, me siento muy contento de figurar en el Cossío, tomo IV, página 1113”.

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