El Rocío

El océano en un río

  • El Guadiamar, a su paso por el vado de Quema, adquiere amplitud de mar cuando lo cruzan las hermandades sevillanas. Todo cabe en un río: escenas pintorescas, grotescas y emotivas.

Decía Jorge Manrique que los ríos son vidas que van a parar a la mar. Nunca descubrió el escritor que abrió las puertas de la literatura renacentista en España que hay ríos -apenas escorrentías- convertidos en auténticos océanos. La existencia no se plantea más allá de ellos. Como así ocurre en las aguas del Guadiamar cuando a su paso por el vado de Quema los trianeros no dejan entrever ni un mero resquicio del líquido elemento. Apenas se percibe el cristalino reflejo de un sol que este año se ha posado mucho más alto que en ocasiones anteriores. El Rocío ha caído en junio. Caprichos del almanaque que exilian los violáceos amaneceres de primaveras anteriores, cuando el astro rey apenas había despuntado y la carreta de plata atravesaba la corriente.

La escena de grandes trazos bucólicos deja espacio también a imágenes que recuerdan la calle Orfila en días de Semana Santa. Sillitas de chinos, butacas y asientos de bingo playero se concitan en las márgenes del Guadiamar para presenciar el desfile romero. No hay doble fila, sino hasta triple con derecho reservado del metro cuadrado ocupado en las horas que van desde el alba hasta la sobremesa. La mañana también recuerda al jueves de Corpus cuando quienes acuden al cortejo eucarístico no dejan de saludar inclinando la cabeza, con la única salvedad de que en el Quema no se hacen reverencias, sino que directamente se grita: "¡Chari, que estoy aquí!". O como dijo un sevillano curtido en religiosidad popular, se "chuchea", verbo referido al sonido onomatopéyico con el que se llama a una persona conocida.

Y todo esto ocurre mientras que Triana desciende hasta las aguas cuando van a dar las nueve. El sonido de la flauta y el tamboril acaba de despertar a muchos romeros aún soñolientos. La hora temprana en la que los rocieros de la Cava atraviesan el Quema permite que este espectáculo sea comedido, incluso -pese a la gran cantidad de personas que se concentran para presenciarlo- adquiere dosis de intimidad. Se hace el silencio cuando se reza. Sólo se escuchan las herraduras de los caballos golpeando las piedras del lecho del río. Se canta al unísono la salve. Quizá, la más sentida de cuantas se entonan en el camino. Y se gritan los vivas sin necesidad de desgañitar la garganta. "Eres mata de romero, lirio marismeño, ramo de jazmín..." Así se despide el antiguo arrabal del río que deja huella en los volantes y los bajos de los pantalones de los romeros.

Pasa Triana y es la hora más oportuna de saciar el estómago. La caseta de los Flores es un tópico imprescindible en las crónicas del Quema. Cualquier periodista que se precie ha de acudir a este enclave -amenizado con los últimos éxitos en gasolineras- para pulsar el estado de la fiesta. El patriarca reconoce que la "cosa" (es decir, el negocio) ha ido un poco mejor este año, pero nada que ver con aquellos Rocíos en los que se pedía una docena de botellines y pinchitos. Ahora todo es más comedido. "La gente viene con más alegría, pero no tiene dinero", asegura este gitano que atiende a un fotógrafo francés que pide un vaso de rebujito tras desayunar una tostada con aceite y salchichón. Se llama Jean Claude Martínez, un galo hijo de español y criado en el país vecino que conoce su tercera romería gracias a Triana. La primera la realizó con Arcos de la Frontera hace una década. Este francés está solo porque sus compañeros de viaje se han quedado rezagados. Asegura que nunca ha visto "momentos de tanta fraternidad" como los que se viven en el Rocío. Declaraciones que intercala con los sorbos de rebujito mientras una docena de moscas -insectos omnipresentes en la caseta de los Flores- se posan en la tostada y los platos de tomates.

Por el Guadiamar, mientras, pasa Écija, cuyo tamborilero repite los sones de la Marcha Real con cada romero que se bautiza con un agua no turbia, sino totalmente opaca. Luego llega Osuna. Aplausos para recompensar el incidente del domingo en el que volcó la carreta del simpecado. El sacerdote que acompaña a los peregrinos predica sobre un charré que hace las veces de púlpito con nevera incorporada. "Y vivan todos los que están presentes", grita este clérigo que se gana al instante el aplauso de público.

Después siguen Sevilla-Sur y el Cerro. Los pétalos lanzados a cada simpecado ribetean las orillas del río. Los asistentes buscan la sombra y sacan el refrigerio. Hay auténticos comedores bajo los árboles. Se agradece la brisa fresca que sopla de vez en cuando, lo que evita que el sudor sea demasiado protagonista.

Pero si hay un momento en el que la escena -algunas veces pintoresca y otras grotesca- se transmuta, éste llega cuando los peregrinos del Salvador descienden la cuesta del Quema. La elegancia se forja con los años. En esta hermandad es razón de ser. No sólo se cangrejea delante de lo pasos. Los romeros de cinta blanca también lo hacen ante esta carreta. Nadie quiere despegarse de ella. Ni a Macarena, Lola, Manuel, Fifi, Virginia, Javier, Rocío y otros tantos les importa el agua que en esos momentos corre fresca bajo sus piernas. Se alzan los sombreros en una coreografía que no por repetida pierde un ápice de autenticidad. El nudo que se engarza en la garganta cuesta deshacerlo hasta con el sorbo del botellín más helado. Se marcha Sevilla y el río duerme. No le hace falta soñar con el mar. Su plenitud ya la ha tenido. Ha sido océano por un día.

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