Arte

Diego Luis Ramírez: El color de la memoria

  • Una exposición abierta hasta el 30 de mayo en la Pinacoteca de Almonte ahonda en la personal mirada del artista almonteño sobre la Virgen y El Rocío

Una de las pinturas de Diego Luis Ramírez de la Virgen del Rocío.

Una de las pinturas de Diego Luis Ramírez de la Virgen del Rocío.

En mil novecientos ochenta y tres, Diego y Ana, su mujer –siempre los hemos nombrado así los amigos: vamos a casa de Diego y Ana, van a venir Diego y Ana…– estrenaron una casa en la aldea del Rocío, en la calle Sanlúcar, al pie de la madre de la marisma. Diego, aficionado desde siempre a la pintura, hizo un cuadro de la Virgen para presidir el comedor de esa casa.

Se dice que Picasso, al pintar Las señoritas de Avignon, encontró –“no se busca, se encuentra”, se dice también que dijo el pintor malagueño– un lenguaje, el del cubismo; pues algo así le vino a pasar a Diego al pintar aquella Virgen: dio con un lenguaje propio que le habría de acompañar a lo largo de toda su producción pictórica.

Poner un adjetivo a ese lenguaje sería una simplificación. Se trata ese cuadro primordial de un óleo sobre tela de 65x54 en el que aparece la Virgen del Rocío centrada y la ermita detrás a su izquierda, ambos elementos definidos con una clara línea de dibujo y alojados en un paisaje desvaído de tonos tierra. La figura de la Virgen está inspirada en representaciones antiguas de la imagen, igual que la ermita, lo que le da al cuadro una impronta cercana a la pintura de exvotos o a la pintura naif, hijas ambas del autodidactismo, de contornos muy definidos, perspectiva engañosa, colores vivos…y de una extraordinaria potencia expresiva.

Sí, dio Diego con una especie de botas de siete leguas que lo llevarían a pintar docenas de cuadros en los años siguientes, en los que ese balbuceo inicial iría tomando fuerza hasta convertirse en impronta inconfundible, en admirable perfección.

Una de las obras dedicada a la Virgen. Una de las obras dedicada a la Virgen.

Una de las obras dedicada a la Virgen.

No persiguió nunca Diego la realidad para plasmarla: esa Virgen, esa ermita, ese paisaje sobre los que vuelve una y otra vez son deudores de su memoria, los colores y las formas de una aldea que fue y que pasó, de los días de su infancia cuando todo era uno imbricado en la Naturaleza, cuando la impronta mágica del lugar se manifestaba en su más claro esplendor, un espacio al que, a pesar de tanto cambio sufrido, va a quedar atado de por vida.

La obra de Diego Luis es corta en número y está diseminada por toda España, pero gracias al empeño de su hija Ana –apoyada por la Hermandad Matriz, el Ayuntamiento y Fundación Cajasol– la práctica totalidad de los cuadros han vuelto a Almonte en estos días para tomar parte en una exposición en la Pinacoteca Municipal, sala Jorge Camacho, donde estarán expuestos desde el 21 de abril al 30 de mayo, y que lleva por título El Rocío en su paisaje.

Se ha dividido la exposición en cuatro partes: Vírgenes, Dianas, Paisajes y Miscelánea.

La primera parte, Vírgenes, la componen treinta cuadros, veintiocho representan a la Virgen del Rocío, dos a la de las Mercedes. Desde en el más antiguo –el ya citado del año ochenta y tres–, al último –que permanece inacabado, de la segunda década de este siglo– se ve la clara presencia de una misma mano, pero se advierte a la vez una sutil evolución en ellos: de los fondos tierra desvaídos con escaso o ningún protagonismo se irá pasando paulatinamente a la fuerte presencia del paisaje, un paisaje muy concreto, el que conoció en su infancia: la madre de la marisma, ahora representado con fuertes colores primarios y que terminará por compartir protagonismo con las figuras centrales.

Dianas está compuesto por once cuadros circulares. A principios de los noventa, el pintor cubano –afincado medio año en París y medio año en Almonte– Jorge Camacho, realiza una exposición en una galería parisina que lleva por título Cibles [dianas en francés] siguiendo una tradición centroeuropea en la que los artesanos hacían ese tipo de pintura que se daba como premio a los ganadores en las competiciones de tiro. Fue en ellas en las que se inspiró Diego permutando los paisajes centroeuropeos por los de Doñana. En casi todos ellos van a aparecer la aldea y ermita antiguas, en calma o en ebullición en los días de la Romería, y en un par de ellos la Virgen, pero ya serán cuadros básicamente de paisaje.

La tercera parte, Paisajes, está constituida por cuatro grandes formatos que abarcan todo el término municipal de Almonte a vista de pájaro. Probablemente la mejor y más sintética lección de Geografía y de Historia de Doñana que se haya hecho nunca.

El Rocío, a vista de pájaro, en uno de los cuadros circulares, aquí dedicado a la procesión. El Rocío, a vista de pájaro, en uno de los cuadros circulares, aquí dedicado a la procesión.

El Rocío, a vista de pájaro, en uno de los cuadros circulares, aquí dedicado a la procesión.

La cuarta, Miscelánea, la forman media docena de obras en distintos soportes y técnicas y con distintos temas e intenciones.

Todas estas obras han sido recogidas en un magnífico catálogo coordinado por Ana Ramírez, su hija, que lleva una sentida dedicatoria: “A Ana Torres Pérez, por supuesto”.

Parece ser que la pérdida de la memoria camina de lo reciente a lo antiguo, de manera que se olvida con facilidad lo hecho hace un rato y se conserva algo que nos sucedió hace mucho. Hace años que la memoria de Diego lucha contra el olvido, puede por tanto que solo le queden ya recuerdos viejos. Y es probable que todavía retenga el recuerdo de aquella jornada memorable en que, muy pequeño, montado en burro, volvía con sus padres de un día de gira. Caía la noche. Con su insuperable gracia, contaba Diego cómo, llegando ya a Almonte, divisó unas luces a lo lejos sobre una loma. Al preguntarle a su madre que qué era aquello, le contestó que aquello era Bollullos, otro pueblo como Almonte. Comprendió en aquel momento que el mundo era más amplio, que existían otros pueblos como su pueblo, que había otra gente. Aquel primer encuentro con lo ecuménico lo conmovió. Pero a pesar de esa conciencia, de terminar por ser una persona con amplitud de miras y ser también el viaje una de sus grandes pasiones, su mirada de artista siempre se mantuvo en su tierra, en esos colores que iría trasladando a sus cuadros –recuerdos que ya ni nada ni nadie podrá arrancarle y es lo que nos lega– y que en estos días podemos admirar en la magnífica exposición de la Pinacoteca de Almonte.

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