Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La conversión de Pedro
Hay lugares en los que el reloj se rinde, donde los caminos se vuelven susurros, las piedras guardan historias y el aire huele a silencio. Apenas a unos kilómetros del corazón de Alájar, escondida entre encinas y alcornoques, existe una pequeña aldea que parece vivir en otro siglo: Los Madroñeros.
Llegar hasta ella no es cuestión de GPS, sino de ritmo. El sendero parte del barrio del Nogalejo, sube despacio entre cuestas y veredas, y atraviesa un bosque donde la luz se filtra en pequeñas hebras doradas. Tras coronar el Puerto de las Erillas, el camino desciende por la ladera del Caracol y, de pronto, aparece ante los ojos: Un grupo de casas blancas, humildes, perfectas en su sencillez.
Nada de asfalto. Nada de ruido. Solo el crujir de la tierra y el canto lejano de un gallo.
Dicen que aquí las cosas no cambian, simplemente permanecen. Las calles son cortas, verdosas y empedradas, las fachadas encaladas reflejan la luz del sol, y las puertas (algunas torcidas, otras nuevas pero con alma vieja) se abren hacia patios donde crecen parras y helechos.
Pocas casas tienen dos plantas. No hay farolas ni ruidos de motores, y sus 12 habitantes, no tienen electricidad, se abastecen de paneles solares. Solo una explanada de tierra, un puñado de muros de piedra y el rumor constante del viento.
Y aunque tenga poca edificiación, si tiene un pequeño templo, el de Nuestra Señora de la Salud, a la cual se venera en una romería a finales de agosto.
El recorrido que lleva a esta aldea es corto (poco más de cinco kilómetros entre ida y vuelta), pero se siente largo en emociones: A cada paso, uno se desprende de algo: del estrés, del ruido, del exceso.
El sendero, marcado por viejos muros de piedra seca (y también llenos de verdín en otoño), se convierte en una frontera entre la prisa y la paz. Quien llega hasta el final lo entiende: Los tonos dorados del bosque transforman el paisaje en una postal viva.
Cuenta la gente mayor que esta aldea fue invisible durante la Guerra de la Independencia: Los franceses pasaron cerca, pero jamás la encontraron. Tal vez porque el lugar, incluso hoy, no quiere ser hallado, sino descubierto por quien sepa mirar despacio.
Sus rincones han seducido a fotógrafos, cineastas y viajeros que buscan escenarios auténticos, lejos del turismo fácil. Y no es para menos: Todo aquí parece preparado para una película de época, pero sin decorado.
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