La propiedad del paraíso | Crítica

El despertar del deseo

  • El Paseo reedita 'La propiedad del paraíso' de Felipe Benítez Reyes, acompañada de un prólogo de Caballero Bonald y de algunos poemas del autor relacionados con la atmósfera de la novela

FBR (Rota, 1960) en 1995, año de la primera edición de 'La propiedad del paraíso'.

FBR (Rota, 1960) en 1995, año de la primera edición de 'La propiedad del paraíso'.

Más de un cuarto de siglo después de su primera edición, La propiedad del paraíso sigue siendo una de las novelas más apreciadas por los lectores de Felipe Benítez Reyes, que recordamos con placer y gratitud su memorable recreación de la infancia como un mundo medio fabuloso en el que los contornos de la realidad no son impermeables al ámbito de la fantasía. Fue su segunda o tercera novela, después de Chistera de duende (1991) y de Humo (1995), publicada el mismo año que esta última y antes de El novio del mundo (1998), también recientemente recuperada y otra de las predilectas de sus fieles. Después de varias reediciones, La propiedad del paraíso reaparece de la mano de El Paseo en su colección Ópera Prima, que no incluye sólo primeras obras, con un prólogo de Caballero Bonald y dos textos añadidos, un epílogo que lleva el bienhumorado subtítulo de "Peripecias y tribulaciones de una obra maestra" y un "apéndice en verso" donde se recogen poemas del autor relacionados con el "clima" de la novela, enriquecida con algunos de los característicos collages, incluido el que ilustra la cubierta, que ya otras veces han acompañado sus libros.

Benítez Reyes recrea o 'construye' la infancia de un modo brillante, vivísimo y conmovedor

En ese prólogo a la nueva edición, celebra Caballero el "aparejo de poeta", apreciable en el "primor metafórico" y la "vibración imaginativa", pero más allá de la ambigua calificación de novela lírica –lo son, en el mejor de los sentidos, todas las de Benítez Reyes– acertó el jerezano al recalcar el uso de la ironía como antídoto contra las "reflexiones solemnes o demasiado ampulosas". El propio autor bromea, en el citado epílogo, sobre la condición de obra maestra que le dieron algunos de los editores que rechazaron el original, pero La propiedad del paraíso es a nuestro juicio, reafirmado en la relectura, una obra escrita –incluso si a veces demasiado escrita, como dice Benítez Reyes– en estado de gracia. Si "cualquier infancia es una mezcla de magia desordenada y de pesadilla metódica", casi aforismo incluido en el mismo epílogo, esta novela logra recrearla de un modo brillante, vivísimo y conmovedor, de la mano del protagonista y sus hermanos y compañeros de juegos, Carmelo y Fernandi, y de personajes memorables como las "novias quiméricas" del simulacro de cámara fotográfica con las que se ennovian los niños, la Diosa del Rodeo del Circo de Praga, la bella y perturbadora profesora particular, el espantoso sargento Arruza o el enigmático capitán Roden. Las fotos e historias familiares y los terrores nocturnos, pero sobre todo las películas de aventuras –vistas en el "tunel prodigioso" del Palatium Cinema– nutren un imaginario poblado por "piratas y apaches, romanos y boxeadores, heroínas y marquesas enamoradas". O bien, en el caso de la otra gran fuente, los tebeos, un maravilloso plantel de criaturas de papel con poderes extraordinarios, que combinan "los más variados hechizos y las hazañas más inauditas". No es difícil ver en ese imaginario uno de los veneros que han alimentado la obra de Benítez Reyes, que puede leerse como una serie de variaciones a propósito de aquel asombro inaugural.

El muchacho entierra al niño y el hombre recoge y rinde homenaje a los restos de ambos

Hablamos de los años recobrados de la niñez, pero "más que una novela sobre la infancia –matiza el epiloguista–, La propiedad del paraíso es una novela sobre el despertar del deseo, epifanía que tal vez supone el principio del final de la infancia". Y en efecto su tema de fondo sería el tránsito de la ingenuidad –el niño va dejando de serlo y toma distancia de su vida anterior, un proceso ejemplificado en el olvido del Duende, tan presente hasta entonces– a un incipiente apetito erótico que aún no rebasa el terreno del ensueño desinformado. Como tantas veces, el humor viene en estas páginas de la mano de la melancolía, patente en las puntuales acotaciones del narrador "más acá del tiempo", o sea desde un presente en el que se insinúan los escarceos sexuales del adulto. "Cuando perdí la posesión del paraíso gané la leyenda del paraíso", nos dice, no sin nostalgia. Pero todo es pérdida, sugiere, el muchacho entierra al niño y el hombre recoge y rinde homenaje a los restos de ambos, esos otros que nos configuraron pero ya no son o son para siempre, a salvo finalmente, gracias a la evocación detenida, de los desarreglos e injurias de la edad en su "desesperada huida hacia el futuro".

Uno de los 'collages' incluidos por el autor en la nueva edición de la novela. Uno de los 'collages' incluidos por el autor en la nueva edición de la novela.

Uno de los 'collages' incluidos por el autor en la nueva edición de la novela.

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