Tribuna

Victoria león

Decir la verdad

La realidad no se inmuta por la acción de las palabras. Si acaso, estas alteran peligrosamente su percepción de la misma. Y cuando actúan sobre masas, lo hacen con una facilidad mucho mayor

Decir la verdad

Decir la verdad / rosell

Hacen falta muy pocas palabras para decir la verdad. La mentira siempre tiende al énfasis y a la repetición, a la sucesión de sinónimos, al circunloquio hipócrita, al epíteto cursi, a la composición redundante, al neologismo pretencioso y, por supuesto, al lugar común que apela a esa comodidad sosegadora que, sobre todo en tiempos intelectualmente perezosos, produce de modo indefectible lo consabido. Según de qué y a quién se quiera convencer (a veces se utilizan los temores y esperanzas que anidan en lo más hondo del ser humano, a veces el mero sentimentalismo), las estrategias difieren. En su variopinto catálogo hallamos desde la esgrima verbal más elegante a la estrategia, burda como un puñetazo, del argumento ad hominem tan tristemente en boga en nuestra vida pública. Pero ninguna escatima en palabrería. La mentira gesticula y es aficionada a levantar la voz. Aunque, a veces, cuando le conviene, también susurra para que no la entendamos del todo bien u oigamos lo que queremos y esperamos oír y no lo que nos dice. No hay mayor aliado de la persuasión que la retórica. Lo saben bien, entre otros, los creativos publicitarios, los propagandistas políticos más hábiles o esos prescriptores de moral y costumbres que han proliferado últimamente en todas partes para ofrecernos sus recetas del éxito, la felicidad o el buen vivir. Pero el mayor aliado de la persuasión también suele ser el gran enemigo de la verdad. Me conté un día entre los muchos aspirantes a poeta que creímos firmemente (en nuestra candidez adolescente, más o menos prolongada) que los poetas podían ser aquellos “legisladores secretos del mundo” que decía Shelley en su Defensa de la poesía. Con los años, acabé dándome cuenta de que a los poetas que han entendido y siguen entendiendo el objeto de su arte como profunda verdad de vida y camino opuesto a la retórica les sucede hoy lo mismo que a los estoicos periodistas que no se resignan a dejar morir su oficio en un mundo ávido de posverdades. En comparación con todos esos creadores de opinión y tendencias mimados por el algoritmo que llenan las redes sociales para dictarnos alto y claro su ¡imitadnos! o su ¡repetid con nosotros sin pensar!, a quienes buscan o dicen la verdad se les hace hoy el mismo caso que a Casandra en Troya. Se empieza escuchando una verdad y se puede acabar teniendo que lidiar con alguna incómoda forma de pensamiento libre. Esa fuente aterradora, por imprevisible, de permanente zozobra tanto para quienes buscan la uniformidad y el dogma como sustento de su liderazgo o autoridad moral como para quienes solo aspiran a la placidez espiritual de tener siempre bien a salvo de la duda sus creencias y convicciones. La verdad inquieta. La poesía verdadera, esencialmente antirretórica, ha sido siempre una vía inagotable de conocimiento del mundo y del alma humana que enseña a mirar fuera y dentro de nosotros mismos sin mentirnos ni dejar que otros nos mientan sobre lo que vemos. Sin embargo, confiamos infinitamente más en la retórica como cincel voluntarista de falsas realidades, y hasta el lenguaje común emplea a menudo el término poesía displicentemente como sinónimo de falta de conexión con lo real o exceso de idealismo. La gran paradoja es que vivimos en un tiempo que tiende a otorgar a las palabras, casi supersticiosamente, la capacidad de modificar la realidad. Y no cabe mayor triunfo retórico que ese. La realidad no se inmuta por la acción de las palabras. Si acaso, estas alteran peligrosamente su percepción de la misma. Y cuando actúan sobre masas, lo hacen con una facilidad mucho mayor. Cuenta Zweig en La curación por el espíritu que, cuando Mesmer hacía sus primeros experimentos hipnóticos, enseguida se dio cuenta de que la sugestión operaba de forma mucho más eficaz sobre grupos de personas que sobre individuos aislados. Observar la explotación de ese filón que es la sugestión masiva a través de las posibilidades que el desarrollo tecnológico ha ido abriendo a la comunicación produce vértigo, tanto si volvemos la vista atrás, a los momentos más oscuros de la historia, como si contemplamos las sombras más siniestras del presente (populismos, polarización) o nos asomamos a esos futuros distópicos que se han vuelto parte de nuestras pesadillas cotidianas. Sabemos a dónde lleva y a dónde puede volver a llevarnos. Quizá por eso no haya nada más subversivo, esperanzador y necesario en nuestros días que aprender a desconfiar de la retórica.

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