Decía un compañero que “aquí las cosas no cambian y si cambian es para peor”. Recuerdo hace ya muchos años, tal vez más de diez, en tiempos de crisis - ¿cuándo no? -, un amigo, por lo general sensato y cauteloso en sus opiniones, me preguntaba, y parecía inquirirlo de sí mismo: “¿Qué se puede hacer con un pueblo al que se le asegura que se hace lo correcto y debe hacerse arbitrando medidas para tratar de resolver la crisis económica, como reconocen muchos países europeos y refrendan sus máximas autoridades, no quiere entenderlo y ciertas instancias se empeñan en contrariarlas?” Traté de decirle sin dogmatismo alguno que aquí quien pide sacrificios al ciudadano pocas posibilidades tiene de sobrevivir políticamente.

Extendiéndonos en la conversación, tema recurrente en cualquier charla amistosa, coincidíamos en que tal vez las medidas, justas, atinadas, o no, pero tal vez necesarias aunque muchas sean discutibles, no concuerdan con otras que debieran haberse tomado para exigir que las administraciones públicas se aprieten también el cinturón y se abstengan de todo gasto improductivo, de tanto cargo innecesario, enchufismos indeseables, clientelismos abusivos y asesores injustificados que generan tanto gasto.

En esta encrucijada en la que nos encontramos, cuya senda más positiva no hallan ni los más expertos, aunque sus opiniones abunden en las más diversas ágoras de la opinión pública y publicada, cabe la pregunta: ¿Quien conoce la clave del enigma? Una considerable mayoría, no exenta de intereses partidistas e impaciencias compulsivas, se presta a la crítica fácil, al reproche y el denuesto mal encarado, sin aportar soluciones inmediatas y criterios constructivos. Las distancias entre la conciencia individual y las evidencias sociales y económicas se van agrandando de manera inquietante. No faltan sin embargo posiciones coherentes que sopesan con serenidad la realidad social que aviva los afanes aunque a menudo, también, los intente frenar despiadadamente.

Y en este mismo laberinto voces disgregadoras y excluyentes vienen a enturbiar aún más aguas que discurren de manera turbulenta. En cualquier país democrático, en un Estado de Derecho, un movimiento que atenta contra la unidad de la nación pondría en marcha los resortes sancionadores del Tribunal Constitucional. Si, además, esas reivindicaciones secesionistas se hacen con argumentos falaces, victimismos histéricos, supercherías históricas y delirios nacionalistas, para envolver solapadamente derroches económicos y desaciertos múltiples en el gobierno de la región, mayor motivo para aplicar sin vacilación los principios constitucionales. El resto son monsergas y contemplaciones intolerables para una Comunidad que dispone de las mayores cuotas de autogobierno del mundo occidental. Impidamos con toda legalidad que embaucadores mesiánicos e iluminados oportunistas secuestren impunemente la política. En esto hemos insistido muchas veces pero son inevitables las reiteraciones.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios