Mendigo de elegancias

La gente es mucho más elegante y delicada de lo que se suele pensar a bulto: sólo hay que pedirlo

Un clásico de la moralidad de cualquier cultura es que la limosna, en verdad, beneficia al que la da. El mendigo recibe unas monedas que, en su necesidad, le durarán poco, y el donante, a poco que lo haga con buen espíritu, recibe un tesoro en el cielo o, más terrenalmente, la virtud del desprendimiento y la de la magnanimidad, nada menos.

Ocurre con todo lo que mendigamos del prójimo. Lo sé por experiencia. Sin ir más lejos, el sábado mi mujer me había dado una larga lista de encargos urgentes y para cumplirlos, entre despistes, tardanzas y desconocimientos, tuve que ir pidiendo por favor ayuda a unos y a otros. Que no cerrasen la tienda aún, ay, hasta atenderme. Que me orientasen con paciencia en la compra. Que perdonasen la vespa mal aparcada un minuto. Que me guardasen la vez mientras intentaba hacer otra gestión en el intersticio.

Comprobé que la gente prefiere que le pidas un favor a que se lo hagas. Y nueve de cada diez se desvive por ayudar. Lo había visto con claridad Benjamin Franklin. Tenía un enemigo en la Asamblea Legislativa de Pennsylvania, que gozaba de gran peso en la política. Le desdeñaba, y no había forma de ganárselo. Así que le pidió un favor grande: un libro especialmente raro de su biblioteca. No se sabe si halagado por el reconocimiento de su cultura o sólo sorprendido o ganado por la ingenuidad de Franklin, se lo prestó. Éste se lo devolvió (¡!) a la semana (¡!) con una nota de agradecimiento. A partir de entonces se hicieron grandes amigos. Si Franklin hubiese tratado de hacerle un favor, habría sospechado. Lo habría desdeñado más.

No es tan extraño. Si solicitas un favor a alguien lo conviertes -en cuanto te lo hace- en alguien más elegante, más dulce, más señorial y mejor. Y eso gusta bastante. También cada favor implica saltarse una norma por encima, excediéndola en generosidad, y eso es un privilegio nobiliario en el sentido primigenio, esto es, darse uno sus normas propias, porque se tiene el poder, pero no para beneficiarse a sí mismo, sino para amparar al débil.

El débil era yo el sábado, mendigo de elegancias. Las mendigaba, por supuesto, para poder hacer todas las gestiones (que las hice); y también para poder ser agradecido, que es uno de los grandes placeres de la vida. Ya lanzado, les agradezco a ustedes en el alma la limosna de su atención y de su tiempo, que es oro, por llegar hasta el final del artículo. ¡Han sido encantadores!

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