Los líderes de los partidos políticos conservadores, neoliberales y ultraderechistas de este país, que son quienes marcan la pauta de quienes les siguen ―y no en poca cantidad, hay que manifestar―, con la fe ciega de los peregrinos a lo contenido en un libro que se considera sacrosanto, y, por tanto, como si estuvieran en posesión de una verdad irrefutable e innegociable, han de meterse en la mollera, que las circunstancias cambian con el paso de las horas y de los días, y que nada hay inmóvil en la vida ni material ni existencialmente hablando.

Esto es tan evidente que no es necesario dar muchas explicaciones a mi entender, aunque opiniones haya hasta el hartazgo, y, de entrada, todas respetables si lo que media es el diálogo, como no puede ser de otra manera en una democracia consolidada.

Pero, nada hay inamovible, ni siquiera las leyes; y como muestra de ello ahí está la Historia y sus avatares más o menos aciagos o acertados. Y la democracia lo que tiene de ventaja con respecto a las dictaduras de cualquier índole, es que viene a ser el pueblo soberano, quien, con el concurso de sus votos y dentro del marco general de las Constituciones que los rigen, el que decide e interpreta lo que es y lo que debe ser nuestra convivencia en el devenir más inmediato y también a medio plazo. Esto es todo. Tampoco es tan difícil de comprender.

Y en este aspecto, aunque algunas personas no puedan o no quieran entenderme ―cosa que respeto por obvia―, la propuesta realizada ayer por el lehendakari Urkullu, es necesario que sea estudiada con cierta profundidad, al menos debatida dentro de los órganos pertinentes, porque la Constitución española de 1978 no es un documento inalterable tal que las Tablas de la Ley que Moisés recibió en el monte Sinaí. No. Ni mucho menos. Hasta ahí podríamos llegar en una democracia consolidada, mire usted.

He de reconocer que España, al igual que otros muchos países del orbe, atraviesa un instante crítico, y que la máxima de Ignacio de Loyola de que “en tiempos de tribulación no hacer mudanzas”, puede ajustarse como anillo al dedo al momento en que transitamos, pero, la toma de decisiones en situaciones de crisis, ha de ser impulsada por quienes tienen la potestad de decidir y, en su caso, modificar las normas para ajustarlas al tiempo en que vivimos, siempre que no nos salgamos de la esencia de la Constitución y de su contenido, incluyendo la modificación de la misma si fuera menester.

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