Las emociones surgen inesperadamente pero hay lugares que las propician. Al que hoy me refiero es propenso en muy singulares impresiones, conmovedoras y extraordinarias. Los sensibles términos del relato, dentro de su sencilla expresión, conmocionaron tanto a quien lo contaba como a quienes le escuchábamos intensamente asombrados. Fue hace unos días en una de estas mañanas frescas de agosto en que en compañía de unos entrañables amigos nos habíamos dirigido desde Mazagón a El Rocío. Nos disponíamos a entrar en la Basílica de la Patrona de los almonteños, cuando se produjo un casual encuentro en las mismas puertas del templo con un afectuoso conocido de nuestros compañeros de viaje. En el curso de la conversación nuestro interlocutor nos habló de su reciente estancia en Mazagón adonde había ido para ver los estragos del incendio ocurrido el pasado 24 de junio, que arrasó una amplia superficie de masa forestal (8.500 hectáreas) desde Las Peñuelas, donde se inició el siniestro, hasta una buena parte del entorno del Parque Natural de Doñana.

Nuestro hombre se dirigió al Poblado Forestal cercano al Parador de Mazagón en la carretera a Matalascañas para saber cómo le había ido a un viejo amigo suyo. Este enclave como los de Bodegones, Cabezudos, El Abalario, La Mediana y algún otro es el mejor conservado de todos ellos, pese a su evidente abandono y deterioro. Estas edificaciones se construyeron en los años 40 y 50 para avecindar a los miles de jornaleros dedicados a la reforestación de todo este territorio. Los continuos intentos de conservación han sido inútiles. El de Mazagón estuvo a punto de ser pasto de las llamas en las funestas jornadas del incendio de Moguer. Según nos contaba nuestro interlocutor cuando los pocos habitantes del poblado tuvieron que abandonarlo amenazados por el fuego al otro lado de la carretera, su viejo amigo, volvió sobre sus pasos y se postró ante el azulejo de la Virgen del Rocío que con el de la Virgen del Carmen decoran la fachada de la capilla situada en uno de los ángulos de la pequeña plaza. De hinojos ante la imagen exclamó angustiado: "¡Madre mía! ¡En tus manos lo dejo!".

Y se fue presuroso siguiendo a sus vecinos que desalojaban despavoridos el caserío. La voracidad infernal de las llamas que en tan privilegiados parajes iban devastando pinos, sabinas, eucaliptos, alcornoques, acebuches, madroños, jaguarzos, matorrales de brezo, olivillas, tarajales, aulagas, bayuncos y dulcísimas camarinas, que había atravesado la carretera como una incandescente ola exterminadora, lanzó una lengua de fuego que alcanzó un breve montículo y un reducido entorno que separan la cuneta del poblado, oficiando a modo de trinchera cortafuegos. Y allí se detuvo dejando incólume el recinto poblacional. La negra huella del espacio carbonizado puede verse desde la calzada. Como nos lo contaron lo escribo.

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