HOY, antes de conocer los resultados que finalmente certifiquen las urnas, se nos brinda una magnífica oportunidad para reflexionar sobre los efectos perversos que nuestra particular ley electoral está produciendo en la buena gobernabilidad del Estado. La aplicación de la famosa ley D'Hont, vigente en España para determinar el reparto de escaños, teóricamente debería favorecer la proporcionalidad del sistema y, con ella, el pluripartidismo. No quiso nuestro legislador acogerse a la regla mayoritaria, tan común en otros países, por entender que el bipartidismo al que conduce no era conveniente ni adecuado a la realidad sociopolítica española.

Sin embargo, la experiencia nos enseña que, como consecuencia de la muy desigual distribución provincial de la población, el número de votos requeridos para obtener un diputado resulta ser sorprendentemente distinto según las circunscripciones. Así, por ejemplo, un partido puede lograr tres o más escaños en provincias pequeñas con un total de sufragios que no alcanzaría para conseguir ninguno en otras más pobladas.

El modelo de bipartidismo imperfecto en el que las normas electorales nos han instalado, producto de la enorme dificultad con la que tropiezan terceros partidos nacionales al no tomarse en consideración los votos recibidos en el conjunto del territorio nacional, perjudica especialmente a IU. En las últimas elecciones generales, el PSOE necesitó 67.000 votos de media por escaño, el PP 66.000 e IU, en cambio, siendo la tercera fuerza nacional y aún favorecida por ICV, su socio catalán, 227.000.

La conclusión es obvia: nuestro sistema electoral está beneficiando de hecho a partidos pequeños con gran implantación regional. Es la situación de la que disfrutan CiU, ERC y PNV. La sobrerrepresentación de los nacionalismos, quizás inevitable en el inicio de la aventura democrática y todavía hoy negada por sus beneficiarios, se está mostrando, con el paso de los años, como un obstáculo insalvable para el cierre lógico y urgente de nuestro modelo de Estado. También como un factor permanentemente distorsionador de la normalidad de la vida política. Añádase que el nacionalismo es la ideología reivindicativa por excelencia (ontológicamente insaciable, ya que el "éxito" la haría desaparecer) y se comprenderán muchos de los males que nos aquejan.

En la raíz del problema se halla, desde luego, un sistema electoral injusto, deficiente, francamente mejorable y que la mayoría de los españoles, según afirman las encuestas más recientes, desea reformar.

No se ha hecho y desde mañana (salvo que se produzca el alivio de una mayoría absoluta) tendremos que volver a soportar los penosísimos efectos de su incomprensible irracionalidad.

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