Gafas de cerca

Tacho Rufino

jirufino@grupojoly.com

Con el camarero

Si existe un sitio en el que se ven a las personas abusivas y a los señoríos de plástico es en una barra o un restaurante

Esta semana es de migración exprés. De turismo, y mayormente de interior: en las casas rurales y las localidades con bello patrimonio histórico o cultural casi no cabe un alfiler; los bares y restaurantes están llenos de indígenas y forasteros bien pertrechados para el frío, aunque siempre hay un guiri despistado que, si va “al Sur”, se ataviará de crucerista suelto: bolso terciado, camiseta de gondolero, canilla gentil y pie fresquito.

Si hay un asunto clave para dicha Economía Transeúnte, a la que encomendamos nuestro espíritu urbano y nuestro PIB local, son esos locales del bajo hedonismo y el alterne, los bares: allí el turista se vuelve experiencial a tope. Su corazón de Livingstone de masas late fuerte al ver en el Maps “ha llegado a su destino” (Casa Manolo, pongamos). Hiperventila porfiando por un hueco en una barra, quizá con la cara atormentada, para, ya superada esa etapa, someter a una auditoría a la carta de tapas. No hace mucho, apoyado yo en un mostrador centenario, una cabeza de señora se encajó entre mi axila, el propio mostrador, mi brazo y mi costado (me recordó a esas peleas de patio de colegio en las que quien agarraba a alguien así le proponía un “¿te rindes?”). En ese triángulo tan corpóreo y peligroso giró la sexagenaria su rostro hacia mi cara, que sus pupilas traspasaron, como si mis extremidades, sus junturas y sus cuencas, y hasta mi cara y mis gafas fueran sólo parte del decorado. Ella sólo quería ver el muestrario de tapas frías.

Aquello fue surrealista. Pero hay ignorancias de otros que son mucho más graves: la que se inflige a los camareros, sufridos empleados de los nuevos agricultores, los lastimeros hosteleros. En vez de quejarse tanto los arrastreros de veladores, deberían hacerlo sus camareros (de hecho, es una gran huelga por venir), cuyos sueldos tienden a subir por la mera causa de que la tropa blanquinegra es escasa para el monocultivo hostelero. Más allá de esa presión salarial, que bien puede ser el núcleo de las subidas del salario mínimo cuya bandera ostenta Sumar, los camareros sufren continuos microdesprecios: oigas crispados, por favores falsos y estresados. No ya el enano mental local que tiene su momento cobarde de gloria ante un mesero secuestrado por su subsistencia. También los turistas, que nunca han de volver: es el principio “si te he visto, no me acuerdo” la gran clave de la degradación de este negocio ubicuo, el turismo. Si existe un sitio en el que se ven a las personas abusivas y a los señoríos de plástico es en una barra o un restaurante.

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