Gafas de cerca

Tacho Rufino

jirufino@grupojoly.com

Trescientos metros de niñez

En La juventud, Sorrentino hace protagonista fugaz a Maradona en uno de sus mcguffin sin causa, esos con los que el deslumbrante napolitano nos recuerda, pagado de su arte, “¡eh, no vayan ustedes a olvidar que aquí está el director, y soy yo!”. El astro argentino –es un doble– pasa uno días en un balneario de montaña de gran lujo; está obeso, le cuesta respirar y caminar, es la cruel caricatura del que fue el futbolista más fuerte, técnico, rápido, ágil y creativo que ha dado la historia. Al pasar por una pista de tenis, renqueante y apuntalado malamente por un bastón, se fascina con una bola de tenis que alguien olvidó recoger. Comienza a darle pataditas sin dejarla caer al piso, con todas las partes de sus piernas y pies, y también con la cabeza, los hombros y hasta con la fenomenal barriga. Si me resultó desagradable la monja casi momificada gateando una empinada escalinata en La gran belleza, del propio Sorrentino, me tragué embobado lo de Diego: su forma de juguetear con la bola es dionisiaca. Incluso si quien finge ser Él es un tal Roly Serrano.

En estos días de otoño, maduran y comienzan a arrebolarse los frutos callejeros más alegres de algunas localidades andaluzas. El naranjo agrio es una principal decoración de aceras y parques, para asombro de visitantes (pasa en Roma con los caquis, y al pie de sus troncos y los de otros árboles brota la rúcula). En el meridión español, aún están muchas naranjas en los árboles, verdes y consistentes. Redondas, por algún mandato físico y áureo. Son pelotas, y pueden valer como material de jugueteo en una calle de un vecindario tranquilo, en el que la gente camina por la calzada porque las aceras son tan estrechas que el parterre de los arbolitos no deja sitio ni para persona y media, y así los chavales y los perros juegan con las naranjas amargas desde que son algo más que canicas herederas del azahar.

Emulando a Maradona, que en aquella escena revivía, por un impulso bello e inocente, su juventud–¿era por eso, Sorrentino?–, desde la Plaza de España de Cádiz un señor va golpeando con empeine, puntera, interior y exterior de ambos pies una misma naranja; no se agrieta, está maciza: debieron arrancarla, como suelo hacer (nadie las recoge, sino para que no traigan moscas y resbalones). Enfundado en su gabardina, parece inventarse goles en porterías amarillas que son vallas de obra o huecos entre las ruedas de vehículos aparcados. O dirige el golpeo a los propios alcorques, cambiando al golf. De amanecida, lo acompaña la misma pelota unos trecientos metros… de niñez.

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