Aquel hombre vivía, si no con gran abundancia material, sí holgado o, más bien, acorde a sus necesidades, que eran cada vez menos, y sencillas o selectas. No era la austeridad su bandera, ni mucho menos, porque sus gustos, por ejemplo en el vestir, eran sofisticados y originales, “personales” suele decirse, hasta que veía que lo había alcanzado la moda –que estadísticamente es “el valor más frecuente”–; entonces, repudiaba algunas prendas o colores en su atuendo, quizá hasta que la novedad daba paso a una nueva boga, y él recuperaba unos zapatos ya demodé para las vitrinas, añosos a mucha honra, o una americana de sastre que su abuelo se hizo en Londres. Estaba muy lejos en la estética, por así decir, del Machado de Retrato, donde el poeta decía de sí no ser un “seductor Mañara” y practicar un “torpe aliño indumentario”. Sin embargo, de ese mismo poema él solía aplicarse en voz alta, en sus momentos de intimidad compartida y humo, los versos “Y al cabo, nada os debo; me debéis cuanto he escrito. A mi trabajo acudo, con mi dinero pago, el traje que me cubre y la mansión que habito, el pan que me alimenta y el lecho en donde yago”. Aquel hombre peculiar hablaba solo: era su forma de apoyar la reflexión a la que estaba por carácter estaba condenado ante, incluso, cualquier anécdota o pequeñez que atrapase su atención en un paseo. El soliloquio también le era útil para preparar un combate dialéctico o para ajustarse las cuentas a sí mismo. “Quien habla solo espera hablar a Dios un día”, del mismo poema.

Por lo mucho que lo conocía y lo traté, y en línea con una natural tendencia a la contradicción que él llamaba autocrítica, aquel hombre esperaba hablar con Dios un día, pero sin gran fe; apenas esa vaga esperanza que es hija del amor por el vivir. Con el tiempo he visto que la nostalgia, e incluso la melancolía, no castiga tanto a los tristes de nacimiento como a los vividores. Conviniendo esto, él era de esos epicúreos de tropa –tropa individualista– que, tanto amor profesaron a los pequeños placeres que acabaron haciendo con algunos de ellos grilletes y cadenas. El propio refugio en la soledad, en cuya trastienda más en penumbra habita la misantropía, fue alimentando la irritabilidad y el desprecio del machadiano “secreto de la filantropía”. De ese desapego hacia los demás salvaba a cuatro anclas y otras tantas boyas, con quienes derramaba la dulzura seductora, tan suya, de la que quedaban reductos dispersos por su alma. En los contados días en los que, tras la bruma de sus ojos, parecía brillar el aleteo anárquico y enamorado de un par de pájaros de juventud.

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