Carlos V volando

Fue mucho lo que se salvó: nada menos que 1.192 pinturas y un buen número de esculturas y muebles

En la Nochebuena de 1734, en torno a la medianoche, comenzó el incendio del viejo alcázar de los Austrias. Según la versión más repetida, el fuego prendió en el obrador de los pintores de cámara, y de ahí se extendió por todo el edificio. Según cuenta don Félix de Salabert, marqués de Torrecilla, el azar quiso que la llamada a incendio de las campanas de San Gil se confundiera con el toque de maitines, de manera que el socorro llegó tarde y escasamente, dado que, en un primer momento, se impidió el acceso a quienes acudían, por miedo a que se produjera un saqueo. El fuego, que aún duraría una semana, supuso la destrucción total del alcázar y la pérdida de centenares de obras arte excepcionales (por fortuna, solo hubo que lamentar una muerte). Sin embargo, fue mucho lo que se salvó: nada menos que 1.192 pinturas y un buen número de esculturas y muebles. Entre ellas, sin ir muy lejos, Las meninas.

Fue la decidida actuación de los frailes de San Gil la que facilitó este “milagro” navideño. Después del socorro a los escasos habitantes (los reyes estaban en el Buen Retiro), se procedió al salvamento de las obras de arte, de las cuales solo se pudieron rescatar aquellas que estaban a la mano y no en zonas más altas (recuérdense las pinturas que aparecen en la parte superior de las Las meninas), y ello recortando los lienzos de sus marcos, para arrojarlos de inmediato por las ventanas del alcázar. Es así como nos encontramos al Carlos Va caballo en Mühlberg, de Tiziano, volando en la fría noche de Madrid, iluminado por las llamas. También escaparon, inexplicablemente (qué tipo de colosos las acarrearon), los vaciados del Hércules y la Flora farnese, que Velázquez había traído de su segundo viaje a Italia, enviado por Felipe IV, y que aún siguen custodiando la Academia de San Fernando.

El lienzo de La expulsión de los moriscos, que tanta fama daría a Velázquez, y que le acreditó para su acceso a la corte, fue una de las víctimas del incendio. No ocurrió así con La fábula de Aracne, las enigmáticas “hilanderas”, que también obtuvo una segunda vida gracias a estos vuelos nocturnos. De entre las obras de Rubens que se salvaron, uno prefiere a Las tres Gracias y La adoración de los Magos. La primera, por su alegría rotunda; la segunda, por su misterio colorido, tumultuoso y franco. En este último caso, por añadidura, era la vida quien superaba al arte: en aquella Nochebuena de 1743, fueron la estrella de Belén, junto a los Magos del Oriente, quienes cruzaron, en silencio, el cielo.

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