Cine

Los Goya: Dysneylandia

Dirán que escribir de la proclamación y entrega de los Premios Goya celebrados el pasado domingo, así a toro pasado, utilizando el argot taurino, es fácil. Puede que lo sea pero nos permite analizarlo con mayor perspectiva y con una estimación que siempre será válida de cara a la situación actual del cine español, cuya evidencia reseñó de alguna forma y de manera realista el discurso del presidente de la Academia, Alex de la Iglesia, que, de alguna manera, ha cambiado el talante de la entidad, sobre todo a la hora de enjuiciar el mal momento que viven muchos cineastas e incluso los enfrentamientos en ciertos sectores del cine contra los más alineados con la línea oficial, sin aludir directamente al grupo Cineastas contra la Orden, promotores de un manifiesto que ha recogido firmas entre los distintos sectores contrarios a la Ley del Cine.

Lo demás fue un línea más fluida en las entregas, eso sí, lastrada por el interminable capítulo de dedicatorias, catetas, prolijas, insistentes y repetitivas, la clásica horterada de muchos cineastas que aprovechan la ocasión para estar encantados de haberse conocido y acordarse de padres, madres, tíos, primos y demás familia. Todo ello, entre glamour, lucimiento de palmito, protagonismos innecesarios, actuaciones prescindibles y esas inserciones de frases, muy valiosas, por cierto, a modo de altisonantes y pretenciosos rellenos y un tono apolítico, aséptico, que nos parece bien para no interferir en lo puramente artístico y cinematográfico. Evidentemente, cuando conviene y para no ofender a quien prodiga dádivas, prebendas, tutelaje y clientelismo.

En cuanto a los premios, es un tanto la crónica de unos galardones anunciados. Indudablemente se ha premiado a la película más importante del año: Celda 211. Yo lo escribí aquí en mi crítica a este film, magníficamente realizado, ambientado e interpretado. Decíamos que Celda 211 es uno de los títulos más brillantes de nuestra vacilante cinematografía española actual. Y, aparte de lo que pudiera pasar con ella, galardones aparte, ya que me parece que el tema de los premios es secundario, era lo mejor de 2009. No en vano su director, Daniel Monzón, ya nos había demostrado su talento en La caja Kovac (2007), que algunos olvidan cuando hablan de este realizador. El resto de los galardones, también muy justo si bien yo hubiera premiado también la espléndida fotografía de Carles Gusi. Ocho premios están muy bien. Esto va a beneficiar su carrera en la taquilla, hasta ahora muy favorable, porque muchos que no la han visto, con el reclamo de los premios, que para ciertas mentalidades es lo que funciona por encima de sus ausentes percepciones, les animará a verla.

En cuanto a Ágora que tantos vieron pero no a todos gustó, entre ellos a la mayoría de la crítica, estaba cantado que se llevaría prácticamente el pleno de los llamados premios técnicos, como pudimos ver, casi todos extranjeros -lo cual es muy significativo y pone en evidencia a los buenos profesionales españoles- y merecidos por cierto. No tanto, quizás, el del mejor guión original, que Celda 211 no podía ganar por ser guión adaptado. Si en cambio pudieron dárselo a Los abrazos rotos (2009), de Pedro Almodóvar -el gran happening de la gala- o a Gordos (2009), de Daniel Sánchez Arévalo, que ha sido una de las más gratificantes sorpresas del cine español de los últimos tiempos. A no ser que se quisieran compensar a Alejandro Amenábar y que pudiera salir, al menos, a recoger un premio que en este caso comparte con su guionista habitual Mateo Gil, que estaba ausente rodando en Bolivia.

Lo de El secreto de sus ojos ha sido para muchos una de las grandes decepciones, a pesar de que ha conseguido el premio a la mejor película hispanoamericana o extranjera de habla hispana, como es el concepto. Pero había muchas expectativas al figurar también entre las candidatas al premio a la mejor película, doble concepto que no todos trasiegan muy bien. Al reconocerse los méritos en esa segunda opción, se obviaba la primera y el estupendo film de Juan José Campanella quedaba compensado. Pero es, sin duda, uno de los grandes títulos de 2009 al que aún le queda la posibilidad del Oscar, reafirmando la extraordinaria categoría del cine argentino.

En fin, la entrega de premios tan plácida y divertida, tan distinta a otras y tan distendida porque a la mayoría de la gente del cine ahora no le interesa mostrar divergencias, aunque las haya y muy gordas en su seno, no puede ser tampoco un espejismo, una Arcadia feliz, una Disneylandia en suma. Porque los problemas siguen. El diablo nunca duerme.

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