Hace unas semanas un compañero de esta columna advertía de la desorbitada inversión que estábamos haciendo en gastos militares, que ha superado ya el 2% del PIB. Nos gusta comprar armas, y cada vez compramos más, da igual de qué color sea el gobierno de turno. No voy a insistir en eso, pero sí en una cuestión que también está creciendo: la violencia social. Y es que para empuñar todas esas armas hace falta que la población esté dispuestas a empuñarlas. Porque ya sabemos que los que compran y venden armas prefieren no usarlas, son más de ir en yates que en tanques.

Así que es preciso que la población esté educada y convenientemente motivada para ponerse un uniforme, empuñar un arma e irse a la guerra. O para enviar a los hijos e hijas a la guerra. Eso no se hace de un día para otro. Hace falta el lento caldo de cultivo del miedo, que poco a poco nos vaya convenciendo de los peligros que hay alrededor, de lo pérfidos que son nuestros vecinos, del odio que nos tienen, de lo conveniente que es la ley del más fuerte, el ojo por ojo, la agresión preventiva. Y así empiezan a ondean cada vez más banderas. Porque las banderas son importantes para ir a la guerra, dan colorido al horror.

La gente normal, en circunstancias normales, gusta de vivir en paz. Prefiere llevarse bien con los vecinos, no andar esquivando balas o rebuscando cadáveres entre escombros. La gente normal prefiere la paz. Por eso, la militarización social necesita romper esa premisa, necesita convencer a sus ciudadanos de que es mejor prepararse para la guerra, odiar al extranjero, levantar muros con concertinas, tener bien definida la diferencia entre buenos y malos. Y buscar palabras que identifiquen bien a esos malvados: comunistas, rusos, moros, independentistas, lo que sea, siempre que suene fuerte y amenazante.

Y así, poco a poco, el caldo del miedo va consiguiendo su objetivo. Y nos encontramos con una sociedad cada vez más irascible, más polarizada por supuesto, más dispuesta a gastar dinero en tanques y aviones, para guerras que no sabemos bien, para conflictos que no existen. Suele pasar que, una vez estemos bien metidos en cualquier guerra, cuando estemos empuñando un arma en alguna guerra ajena, cuando estemos buscando cadáveres de amigos entre los escombros, empecemos a preguntarnos por qué, quién nos convención, cómo y dónde empezamos a ser militares en vez de vecinos. Será tarde.

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