Historias Taurinas

El Gran Poder, la literatura y el cine taurinos: Currito de la Cruz y Sangre y Arena

Cartel de la primera versión cinematográfica de Currito de la Cruz.

Cartel de la primera versión cinematográfica de Currito de la Cruz. / Archivo A.R.M.

La imagen del del Gran Poder nunca falta en las capillas que montan los toreros antes de la marcha incierta hasta la plaza. Son innumerables las historias ligadas a ese fervor pero hay que recordar que la presencia rotunda del Señor, de alguna forma, operó como un personaje más de dos novelas consecutivas en el tiempo –ambas serían llevadas al cine en los albores del cinematógrafo- pero de distinta orientación social y literaria: Sangre y Arena y Currito de la Cruz. Alejandro Pérez Lugín sacó de imprenta en 1921 –apoteosis del Regionalismo- una historia que recurría al tópico más extendido: la baja extracción del aspirante a figura; la mujer inalcanzable; el maestro consagrado; el perdedor que sirve de Pigmalión; el amigo de la infancia que se convierte en fiel escudero... El escritor gallego supo dotar a la historia de un indudable atractivo humano y un envoltorio tipista, propio del exuberante ambiente regionalista en el que se forja la propia novela. Todos esos ingredientes convirtieron a ‘Currito de la Cruz’ en un extraordinario éxito de ventas y un clásico de la literatura taurina.

La sinopsis de la historia es sencilla: un inclusero con hambre de toros, Currito de la Cruz, alcanza la fama guiado por un viejo torero fracasado y gracias al favor de la figura del momento, Manuel Carmona. El amor imposible de la hija del maestro, que se fuga con su más encarnizado rival, Romerita, marcará la bajada a los infiernos de Currito, que volverá a apoyarse en ese cariño indestructible para volver por sus fueros redimiéndose a sí mismo y a la chica que, cómo no, se llama Rocío.

Un severo nazareno anuncia la versión cinematográfica de 1926 de 'Currito de la Cruz' Un severo nazareno anuncia la versión cinematográfica de 1926 de 'Currito de la Cruz'

Un severo nazareno anuncia la versión cinematográfica de 1926 de 'Currito de la Cruz' / Archivo A.R.M.

Es el triunfo eterno del amor, la bondad y la verdad pero todo ello transcurre en el inconfundible escenario que presta la Sevilla de principios del siglo XX poniendo especial atención a una Semana Santa auténticamente popular que, como el propio el cuadro de personajes, tiende algunos puentes inciertos con ‘Sangre y Arena’, que había sido escrita por Vicente Blasco Ibáñez algunos años antes, en 1908, después de publicar otras obras de referencia como Arroz y tartana, La barraca o Cañas y barro. Algunas claves argumentales son muy similares, también el marco temporal, geográfico y urbano en el que se desarrollan las tramas pero la orientación literaria y social son antagónicas y en el caso de Sangre y Arena se ata al realismo naturalista del escritor valenciano que, como Pérez Lugín, también se había implicado personalmente en la primera adaptación cinematográfica de la obra en 1916.

Ambas historias transcurren en el marco temporal que presta la Sevilla de comienzos del siglo XX y en medio de una Semana Santa auténticamente popular

Como en Currito de la Cruz, el protagonista de la novela es un torero –Juan Gallardo- que alcanza la fama y la riqueza en los ruedos partiendo una humilde extracción social. A diferencia de la obra de Pérez Lugín, Gallardo encontrará el infierno personal y hasta la muerte en las astas de un toro arruinado moral y psicológicamente por la tormentosa y desigual relación que establece con una sofisticada aristócrata, doña Sol. Algunas interpretaciones de la obra han querido ver en el hilo argumental una traslación de las claves vitales del infortunado diestro Manuel García El Espartero, que había muerto en 1894 en la vieja plaza de Madrid en las astas de un toro de Miura llamado Perdigón. Los amores indisimulados de El Espartero con Celsa Fonfrede, la viuda del terrateniente Fernando de la Concha y Sierra, constituyeron todo un escándalo en aquella época. De esa relación nació una hija, Pilar, de la que procede la polifacética familia sevillana de los Pareja-Obregón. En cualquier caso, los paralelismos con la historia firmada por Blasco Ibáñez son evidentes…

La lectura de 'Currito', evoca los tipos populares dibujados por Martínez de León. La lectura de 'Currito', evoca los tipos populares dibujados por Martínez de León.

La lectura de 'Currito', evoca los tipos populares dibujados por Martínez de León. / Archivo A.R.M.

En la novela de Blasco Ibáñez, la imagen del Señor del Gran Poder –que lo adscribe aún a la obra de Martínez Montañés- sirve para enmarcar la gloria y el infierno de Juan Gallardo, debatido entre el amor y la fidelidad a su verdadera y sencilla mujer, Carmen, y la pasión prohibida que le ofrece la sofisticada y frívola doña Sol. Al Señor se encomienda Carmen en las tardes de corrida pero también será a las plantas del Nazareno –una tarde de viernes y en su antigua capilla de San Lorenzo- donde Gallardo descubra, como una fatal revelación, a la inalcanzable aristócrata que le abre la puerta a la perdición.Según señala el relato, el torero se había hecho hermano de la cofradía “al verse camino de la fortuna… huyendo de las cofradías populares, en las que la devoción iba acompañada de embriaguez y escándalo”. Vicente Blasco Ibáñez hace una descripción detallista –con algunas inexactitudes o concesiones a la imaginación- de la salida de la cofradía a las dos de la madrugada del Viernes Santo sin ahorrar cierta dosis de crítica social a la presencia de los borrachos que rondan los cortejos como actores inseparables de la fiesta. El novelista valenciano define a los nazarenos como “tétricos personajes escapados de un auto de fe, mascarones cuyas colas negras parecían esparcir en su arrastre perfumes de incienso y hedor de hoguera”.

Blasco Ibáñez hace una detallista descripción de la salida de la cofradía del Gran Poder a las dos de la madrugada del Viernes Santo

Pero Blasco se sirve de la devoción al Señor para contraponerla a la Macarena en una dialéctica entre la élite y lo popular ante la decisión del torero protagonista de dejar de vestir la túnica negra del Gran Poder para volver a salir con la cofradía de San Gil. Buscaba así congraciarse con la gente de su clase, escamada por su trato con las esferas de la alta sociedad. El retrato de la fiesta resulta descarnado y siendo paralelo al que realiza Pérez Lugín encierra una evidente crítica a una España que el valenciano –siguiendo la estela noventayochista- considera atrasada y necesitada de regeneración.

Fotograma de la versión de 'Sangre y Arena' de 1916. Fotograma de la versión de 'Sangre y Arena' de 1916.

Fotograma de la versión de 'Sangre y Arena' de 1916. / Archivo A.R.M.

El Gran Poder en Currito de la Cruz

La presencia del Gran Poder tiene en el desenlace de ‘Currito de la Cruz’, en cambio, un papel redentor. Rocío, la hija deshonrada por el más encarnizado rival del gran maestro Carmona, vuelve a Sevilla con una hija pero rescatada por el amor de Currito, el inclusero que llega a la cumbre del toreo espoleado por el amor de la chica. Aún queda por conseguir el perdón del padre, Manuel Carmona, que se había confinado en una remota finca de Montellano para huir de la vergüenza y del recuerdo. Sólo había una excepción en ese exilio personal: volver a Sevilla el Jueves Santo para vestir el ruán y el esparto del Gran Poder…

El feliz desenlace transcurre con el telón de fondo de esa Semana Santa vivida como fiesta desenfadadamente popular que el autor gallego describe con “nazarenos caminando en demanda de sus cofradías, levantados los largos antifaces… todo lo presurosos que les permitían los apagones del indispensable puro y las tentadoras invitaciones de las puertas de las tabernas encontradas a su paso”. Leer las páginas de Currito implica evocar los dibujos de Martínez de León que participan del mismo espíritu sensorial y creativo: “algunos iban acompañados por una especie de Cirineos, nazarenos honorarios de americana y cordobés, de recluta voluntaria entre la vecindad del encapuchado…”

Leer las páginas de 'Currito de la Cruz' implica evocar los dibujos de Martínez de León

La aparición de Currito vestido de nazareno de la Macarena establece, como hemos visto, esos nexos con el ‘Sangre y Arena’ de Blasco Ibáñez describiendo el ambiente inigualable que rodeaba la salida de la Virgen de la Esperanza desde su antigua sede de San Gil sin dejar de apuntar a “las celebridades de los mundillos del arte, la literatura, la política, el teatro y el toreo que allí se veían”. Pérez Lugín también traza con detalle la severa aparición de los nazarenos del Gran Poder, abierta de par en par la puerta de la sede de la cofradía, para escenificar la ceremonia de la venia: “silenciosos, entre el silencio unánime, avanzaron gravemente hasta el paso de la Virgen a demandar el ritual permiso para preceder a esta hermandad en la estación a la Catedral”.

La trama conduce irremisiblemente al encuentro del padre, severo nazareno negro del Señor en la noche más honda de Sevilla. Manuel Carmona escucha bajo la celada del antifaz las saetas que su hija canta al Gran Poder implorando, indirectamente, el perdón de su progenitor. El veterano torero, negro ciprés, se debate entre su orgullo herido y el amor paternal pero cuando la cofradía entra en San Lorenzo huye de Sevilla y hasta del escenario dionisíaco de la mañana del Viernes Santo para volver a recluirse en el campo. Será vital la mediación de un sacerdote -¿podría ser un trasunto del canónigo Muñoz y Pabón?- para que triunfe el perdón y el amor…

Rodolfo Valentino protagonizó una de las primeras versiones de 'Sangre y Arena' Rodolfo Valentino protagonizó una de las primeras versiones de 'Sangre y Arena'

Rodolfo Valentino protagonizó una de las primeras versiones de 'Sangre y Arena' / Archivo A.R.M.

Toros, cine y Semana Santa

Pérez Lugín y Blasco Ibáñez se implicaron personalmente en las primeras versiones cinematográficas de sus novelas convirtiéndose en auténticos pioneros de la cinematografía española. Estamos hablando de los primeros balbuceos de un medio cargado de posibilidades narrativas que ambos apreciaron con sentido visionario. El valenciano afrontó el reto en 1916 asumiendo tareas de producción y dirección. La película, rodada íntegramente en España, estaba producida por la marca hispano francesa Prometheus Films, creada por el propio escritor, y codirigida por Max André.

El retrato de los tipos y las escenarios es fiel a la época aunque resuelve las imágenes de Semana Santa con una interpretación de estudio sin valor documental en la que apenas se adivinan una suerte de antorchas que amparan a una dolorosa y un crucificado insinuados. Hay otras licencias, como el cambio del nombre de la femme fatal que curiosamente pasa de ser Sol a Elvira –como las hijas del Cid- e interpreta por Matilde Domenech. Sangre y Arena no tardaría en volver a ser adaptada al cine, en 1922, dejando el papel estelar de Juan Gallardo al mismísimo Rodolfo Valentino. La tercera, de 1941, hizo coincidir a Tyrone Power y Rita Hayworth y la última, de 1989, proyectó a una desconocida Sharon Stone en el papel de doña Sol antes de que el célebre cruce de piernas de Instinto Básico la lanzara al estrellato.

La versión de 1941 de 'Sangre y Arena' hizo coincidir a Tyrone Power y Rita Hayworth

Pérez Lugín seguiría a Blasco Ibáñez en ese papel de pionero de la cinematografía española en coincidencia con su condición de autor de éxito. Aquel decidido interés también le movió a crear su propia productora –Troya Film- para controlar todos los detalles del paso de sus obras al celuloide. En 1924, un año antes de embarcarse en la adaptación de Currito de la Cruz ya había filmado otra de sus exitosas novelas, ‘La casa de la Troya’, que también serviría para bautizar la empresa. Pero Alejandro Pérez Lugín murió prematuramente -víctima del tifus- en 1926 y no tendría demasiado tiempo de desarrollar en plenitud su proyecto. La enfermedad que le llevó a la tumba la había contraído en Sevilla el año anterior, ni más ni menos que durante el rodaje de ‘Currito de la Cruz’.

Pepín Martín Vázquez protagonizó las inolvidables escenas taurinas de la versión de Luis Lucía. Pepín Martín Vázquez protagonizó las inolvidables escenas taurinas de la versión de Luis Lucía.

Pepín Martín Vázquez protagonizó las inolvidables escenas taurinas de la versión de Luis Lucía. / Archivo A.R.M.

Esa primera versión muda fue dirigida por Fernando Delgado de Lara junto al propio Pérez Lugín, que también se implicó personalmente en los guiones y debió tener arte y parte en todos los detalles de la producción. El reparto incluía el nombre del torero retirado Antonio Calvache en el papel de Romerita. Calvache era hijo de un prestigioso retratista taurino y después de retirarse de los ruedos tomó las riendas del negocio familiar. Llegó a convertirse en retratista de la Casa Real lo que pudo facilitar la filmación de la aparición de la reina Victoria Eugenia en la película. En el elenco de actores figuraban, entre otros, Jesús Tordesillas, Elisa Ruiz Romero –que repetiría en la versión de 1936-, Manuel González y Anita Adamuz. El papel de Gazuza fue desempeñado por Domingo del Moral, que andando el tiempo haría célebre el personaje de Juanón en el cuadro de actores de Radio Nacional de España.

Más allá de su incipiente calidad cinematográfica, la película constituyó un impresionante documento de la época, con apariciones puntuales de la propia reina, la duquesa de Alba y hasta el embajador de los Estados Unidos. La película retrata los paisajes perdidos de Andalucía La Baja, el toreo arqueológico de El Algabeño y, especialmente, un asombroso documental de la Semana Santa de la Sevilla regionalista que se prepara para vivir la explosión de la Exposición Iberoamericana de 1929. La salida de la Hermandad de la Hiniesta de San Julián con sus imágenes primitivas –fueron destruidas en el incendio de 1932- o los nazarenos de San Bernardo pidiendo la venia en el palco de la plaza de San Francisco son algunas pinceladas de una fiesta castiza y popular por la que desfilan los nazarenos desenfadados de la Esperanza de Triana en una mañana de Viernes Santo delante de la desaparecida cárcel del Pópulo y, por supuesto, al Gran Poder en la amanecida dando sentido a la escena final de la historia en su primera versión cinematográfica.

Después llegarían otras tres: la de 1936, la de 1948 –con las magníficas imágenes taurinas de Pepín Martín Vázquez- y la de 1965, dando el protagonismo taurino a El Pireo y el de señorita Rocío a la bellísima Soledad Miranda, fallecida en accidente de tráfico en plena juventud. Las escenas taurinas, la Sevilla interior que estaba a punto de ser engullida por el incipiente desarrollismo y, una vez más, la filmación de la Semana Santa constituyen un preciso aguafuerte de una España que iba a cambiar de faz.

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