La quinta y la última

Abriendo paso, un tambor rociero

  • La quinta y la última lLa tarde del sábado de Feria de 1980 se produjo el hecho gozoso de comprobar que el ídolo volvía a resurgir lEra el debut de Juan Antonio Espartaco y testificaba el suceso José Mari Manzanares

Una media verónica de Curro Romero en la tarde que abrió la Puerta del Príncipe por quinta y última vez.

Una media verónica de Curro Romero en la tarde que abrió la Puerta del Príncipe por quinta y última vez. / DIARIO DE SEVILLA

Acontecimiento indudable, pero acontecimiento antes, durante y después. Un acontecimiento con vísperas de excepción el que se anunciaba en ese 19 de abril de 1980, sábado de preferia, con el sol en todo lo alto y el no hay billetes en las taquillas. La expectación llegaba por varios caminos. Uno era el de reencontrarse con el gran ídolo, con el torero que Sevilla ha amado más desde que existe la Fiesta, otra porque en segundo lugar iba Josemari Manzanares, un torero convertido en hijo adoptivo de esta ciudad. El tercer motivo para la ilusión estaba en el debut de un sevillano del Aljarafe que apuntaba a figura y que aún no había toreado en la Maestranza.

Seis toros de Núñez para Curro Romero, el novio eterno de Sevilla, Manzanares y Juan Antonio Espartaco que hará el paseo montera en mano porque ni de novillero ha pisado el amarillo albero de la plaza sevillana. Era la primera corrida de Curro en esa temporada del 80, ya que ese año se había quebrado la tradición de que torease el Domingo de Resurrección. Había unas ganas desmedidas por verlo y eso que las dos ferias anteriores habían transcurrido entre broncas. Pero el toreo es un misterio que decir y decirlo, según sentencia de Rafael el Gallo y a Curro Romero siempre se le estaba deseando ver cómo desvelaba su misterio de temple único, majestad inigualable y gran personalidad.

Y apareció Curro vestido como José en Talavera, de corinto y oro con mucho oro en chaquetilla, chaleco y taleguillas. Estrenaba, además, representantes y en el burladero de apoderados se encontraban Victoriano Sayalero y Juan Luis Bandrés, que habían sustituido a Antonio Ordóñez en esa labor de administrar al camero. Desde la Feria del 77, en la que triunfó clamorosamente en sus tres tardes, Curro no había hecho nada de particular y eso le proporcionaba al currismo una especie de síndrome de abstinencia insoportable.

Pronto iba a ir desapareciendo esa ansiedad, pues Curro empezó a desgranar su gran recital en cuanto salió el toro que abría plaza. A la verónica, sólo a la verónica que él interpretaba como nadie, con el capote cogido con las yemas de los dedos muy cerquita de la esclavina, con el mentón hundido y ofreciendo el pecho, gustándose y arrebatando al tendido, cerrando con esa media verónica que iba eternizándose según iba enroscándose al toro, más una larga cordobesa de ensueño para dejar al toro en el caballo, romero olía a Romero ya antes de coger la muleta. Y a partir de ahí, el desiderátum, la locura colectiva, el diálogo incomparable, como esa carta de amor escrita por Romero a Julieta, Sevilla, que una vez dijo Joaquín Caro Romero sobre una faena de Curro un puñado de Ferias antes.

Las dos orejas del bravo toro de Núñez le entreabrían la Puerta del Príncipe y sólo faltaba que el cuarto colaborase un poquito para que la mayor puerta del toreo se le abriese por quinta vez. Pero antes de que se confirmase el suceso, Manzanares bordaba el toreo y Espartaco entraba en Sevilla con bastante fuerza. Ambos cortaron oreja para que el festejo se redondease, pero la tarde tenía nombre y apellidos, el de Curro Romero, Faraón de Camas y del Mundo por la gracia de Dios.

Ese empujoncito que faltaba se dio en el cuarto toro y Curro cortó la oreja que le faltaba para que la Puerta del Príncipe se le abriese con todas las bendiciones. Y ya con el salvoconducto conquistado, los dos últimos toros discurrieron con el público como con prisas porque aquello terminase y poder echarse al ruedo para sacar en hombros al más querido de cuantos visten de seda y oro.

Iba a ser la quinta Puerta del Príncipe para el novio de Sevilla, el viejo aficionado entornaba los ojos y abría la memoria recordando cómo en aquel Corpus del 60 salía por vez primera al Paseo Colón gracias a un recital con un sobrero de Tassara. La segunda fue el día de la Ascensión de 1966, cuando aquella tormenta de las ocho orejas a una corrida de Urquijo que mató en solitario. La tercera, en una corrida de la Cruz Roja que cerró la Feria de 1967 y que fue la última que Franco presenció en la Maestranza. La cuarta, al año siguiente con otra encerrona en solitario en corrida de la Prensa. Todo eso pasaba por la cabeza del aficionado y ahora estábamos con la quinta Puerta del Príncipe, que era una marca que nadie hasta entonces había conseguido.

Y cuando Espartaco acabó de recoger las palmas que reconocían su labor, el ruedo se llenó de devotos que iban a llevar a su dios por la senda más gozosa que tiene el toreo, la que une el templo con el Paseo de Colón. Una multitud, sin mezcla alguna de mercenarios, llevaba al Faraón como en procesión y para que lo pareciera más, un tamborilero iba abriendo el cortejo al son de la gaita y del tamboril rociero. Gozo y solemnidad unidos por lo que representaba en Sevilla su torero más querido. Lo que nadie podía pensar es que aquella iba a ser la última salida de Curro Romero por la Puerta del Príncipe. Claro que menos todavía se pensaba que iba a disfrutar de su torero del alma durante veinte años más, hasta cierto mediodía en una una plaza de carros.

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