cRITICA DE MÚSICA

El sueño de un acordeonista

En medio del bullicio suena una música sencilla y grandiosa que resume vivencias sin fronteras. Va emanando de un viejo acordeón el anhelo diario que acompaña a toda persona de carne y hueso. La gente que pasa por la calle no suele prestar atención a su música, y cuando lo hace es por pura lástima; la rácana calderilla que sobra del cambio en un bolsillo. Esa gente que después paga una fortuna por asistir a encuentros estruendosos donde lo que menos importa es la música. La melancolía y la incertidumbre pesan sobre nuestro personaje, en cuyas notas resplandece su ilusión de ser reconocido algún día, de poder tocar en un teatro o una gran sala, que se hagan silencio ante sus expresivos acordes. Pero no corren buenos tiempos; hoy cuenta la imagen por encima de cualquier otra cosa. Si echamos un vistazo a los concursos musicales de televisión, sólo hay jovencitos guapos muy bien vestidos. La superficialidad corrompe al mismo arte. Hace tiempo que aquella histeria de los años sesenta dejó de ser una faceta; se ha impuesto una falacia musical cual totalidad aplastante por culpa de la que ya no vemos en televisión a cantantes de cuarenta o cincuenta años que triunfen.

Y es triste ver a un acordeonista tan eficiente mendigando por un trozo de pan entre mesa y mesa. Su acordeón despliega decenas de melodías que provienen de muchos lugares del mundo y donde se alterna a la perfección lo clásico con lo folclórico en una finura sin igual. ¡Una lástima que nuestra sociedad exija un nivel alto en un restaurante y después no lo pida en la música! El fundamento que entrañan una melodía, una armonía y un ritmo son de consecuencias extraordinarias para nuestro estado de ánimo y nuestra inteligencia. Hay trazos melódicos, tonalidades y fórmulas rítmicas que influyen de forma muy diversa en el oído y la sensibilidad humanas.

A este respecto, en ocasiones nuestro protagonista se esmera en ofrecer música de suprema calidad muy condensada, pero quizá esté cayendo en saco roto. Tanto valor tiene la música de nuestro acordeonista que hay personas o que pasan por la calle o que están sentadas en un restaurante que experimentan de forma pasiva un bienestar, efecto progresivo que cambia la tristeza en alegría y el pesimismo en optimismo. Es cierto que tales personas empiezan a notar algo raro, infrecuente; pero sus rutinas, compromisos y prisas les impiden percatarse de que la causa está allí mismo. Se irán renovados con frescas energías al haber estado oyendo (no escuchando) aquella música; sin embargo, cuando los transeúntes o clientes ya estén en sus casas no recordarán al acordeonista. Un hecho tan injusto como tener muy cerca un mundo inanimado que por estar siempre ahí no se le presta atención.

La buena música cubre rápido nuestros pequeños vacíos y, sin saber por qué, volvemos a encontrar sentido a muchas cosas. Y es la humildad de un intérprete solitario en un recital a la intemperie, no exento de las inclemencias atmosféricas más duras, lo que hace que la música sea música. El músico que lo es de corazón mantiene el tipo en cualquier parte; no olvidemos que la música no se compone ni se toca para los músicos, sino para las personas. En las portadas de las revistas especializadas aparecen cantantes e instrumentistas multimillonarios actuales que deslumbran a los expertos con una trepidante competición de notas por segundo.

Yo estoy convencido de que por la calle hay en ocasiones mejores músicos que en los teatros y en las salas. ¡Menos prejuicios y oídos bien abiertos!

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