Cultura

Zenobia en La Rábida

  • Camprubí vivió un año en La Rábida antes de conocer a Juan Ramón Jiménez y organizó una escuela para atender a los niños del lugar

  • Hoy hace 107 años de su partida de Huelva

Zenobiaen La Rábida

Zenobiaen La Rábida

"Señorita, le escribo hoy, 22 de marzo, porque es un día para mí señalado, uno de los días más tristes de mi vida. Quizá usted no se acuerde, pues hoy hace siete años que usted se fue de aquí con la señora y, cuando llega ese día, siempre me acuerdo y se me llenan los ojos de lágrimas más de una vez (…) y sepa que en La Rábida hay personas que siempre se acuerdan de ustedes". Cristina Lagares, 22 de marzo de 1917.

Zenobia Camprubí recibió esta carta hace cien años, cuando ya estaba casada con Juan Ramón Jiménez. Y sin embargo, la carta hace referencia a 1910, un tiempo en el que Zenobia aún no conocía al poeta moguereño. La misiva, rescatada por Emilia Cortés Ibáñez, doctora en Filología Española y editora de Diario de Juventud de Zenobia Camprubí, es todo un referente de la profunda huella que dejó la breve estancia de Zenobia en La Rábida, donde se estableció en abril de 1909 para vivir un tiempo con su padre, Raimundo Camprubí. La misiva de Catalina Lagares, quien trabajó en la casa de la familia Camprubí durante su primera etapa onubense, nos sirve para reivindicar el espíritu emprendedor y solidario de "la americanita".

Lagares, al servicio de la familia, escribió hace hoy cien años una carta reveladoraCuando yo era una maestra rural voluntaria en la poco desarrollada Andalucía, la única limitación que puso mi padre fue que yo no montase la escuela dentro de casa"

Zenobia estuvo a punto de conocer anticipadamente al poeta moguereño, quien en aquel año se acercó hasta La Rábida acompañando al pintor Sorolla, pero no se vieron, ya que quien en aquel momento los atendió fue su padre, Don Raimundo Camprubí, facilitando al pintor valenciano unos prismáticos para que observara el entorno en el que estuvo Colón.

Sorolla llegó a la casa de los Jiménez, en Moguer, con el propósito de cumplir el encargo realizado por la Sociedad Hispánica neoyorquina, la Hispanic Society of America, para que hiciera un cuadro ambientado en los lugares colombinos visitados por el descubridor cuatro siglos antes. El pintor volvería días después a La Rábida con Eustaquio, hermano de Juan Ramón, quien, como narra Ángel Sody de Rivas, en su biografía sobre Zenobia, sí conoció a "la americanita" que con los años se convertiría en su cuñada.

De aquel encuentro con el pintor valenciano, Zenobia escribió en la revista neoyorquina The Crafsman, en mayo de 1910, un artículo titulado Valencia, the city of the dust, where Sorolla lives and works. También escribiría otro artículo en su habitual colaboración en la revista St. Nicholas -A letter from Palos- donde describió a la zona y a sus gentes. Es una prueba más de que Zenobia, antes de conocer al poeta, desarrollaba su propio interés por la escritura y el periodismo. Como señala Sody de Rivas "el artículo, a pesar de estar escrito en inglés, estaba impregnado de la luz natural de aquella tierra".

Aquel paso de Zenobia por La Rábida, tan cerca y tan lejos del poeta onubense, fue consecuencia del nombramiento de su padre Raimundo Camprubí como ingeniero jefe de la Junta de Obras del Puerto de Huelva, su último destino profesional antes de la jubilación. Instalado en Huelva en el mes de enero de 1909, su mujer, Isabel Aymar, de la que estaba separado y residía en Estados Unidos, decidió visitarlo junto a su hija Zenobia, quien para ello tuvo que dejar sin terminar sus estudios en la Escuela de Pedagogía (Teacher's College) de la Universidad de Columbia, en Nueva York.

A aquella joven alegre y desenfadada no le gustó nada abandonar su acomodada y moderna vida neoyorquina y menos no acabar sus estudios para ir a aquel lejano y desconocido rincón onubense. Ella misma reconocería que le costó desligarse de Nueva York, "ya que era una joven bastante frívola".

Joven, tanto como sus 21 primaveras embarcadas en la ciudad en la que años más tarde (1916) se casaría con Juan Ramón Jiménez. Atlántico de por medio, llegaría el sábado 3 de abril de 1909 a Gibraltar, junto a su madre y a su divertida prima, Hannah K. Crooke, diez años mayor que ella, pero con la que compartía ilusiones y entusiasmo. Un vaporcito las trasladó a Algeciras y de ahí iniciaron un periplo por varias ciudades andaluzas; entre otras, Ronda, Granada y Sevilla. Finalmente, en la segunda semana de abril, aquellas tres mujeres recalaron en Huelva antes de trasladarse a lo que sería su nuevo hogar frente al Monasterio de La Rábida. Fue su encuentro con una España que desconocía y que la atrapó desde el primer instante, hasta el punto de manifestar "estar sorprendida por la belleza natural de España [sur]".

Huelva -lo dice ella- le parece un sitio nuevo que crece rápidamente [por las minas], considerándolo "aburrido y no se hace nada". Lo decía una mujer que poco antes, en su vida de estudiante, había escrito: "Estoy tan encantada y tan entusiasmada con todo, que no creo que haya ni una persona que disfrute de la vida más que yo".

Las mujeres, al llegar a La Rábida, se dedicaron inicialmente a reacondicionar con muebles rústicos la casilla que le había sido asignada al padre por su cargo en el Puerto de Huelva. La misma que veinte años más tarde serviría de vivienda y estudio al pintor Daniel Vázquez Díaz, mientras decoraba las paredes del Monasterio con los frescos del Descubrimiento.

Zenobia se integró rápidamente en el entorno en el que permanecería casi un año, hasta el 22 de marzo de 1910, según nos revela Cristina Lagares en su carta. Un tiempo que no desaprovechó, tal como irá reflejando en su Diario de Juventud, al mostrar su carácter comprometido y solidario, tal como hizo cosiendo ropa para los pobres en EEUU, participando en Annisquam Sewing Circle, los roperos para gente sin recursos, actividad que retomaría cuando se fue a vivir a Madrid.

Su prima Hannah abandonó pronto sus proyectos para montar una plantación de cítricos en la zona y empezó a pintar cuadros de los paisajes del entorno que tanto le atraían. Sin embargo, Zenobia, al comprobar la miseria con la que vivían muchas familias y las dificultades para acceder a la enseñanza de sus hijos, decidió montar una escuela, en la que los niños, hijos de jornaleros, mineros, guardas forestales o de trabajadores de Obras del Puerto -todos pobres- pudieran adquirir hábitos de aprendizaje, interesándolos por el mundo que los rodeaba.

Sin saberlo, iba a aplicar parte de lo que desde la Institución Libre de Enseñanza se defendía. Estaría en La Rábida muy poco tiempo, hasta que su padre se jubilara, pero iba a plantar una semilla que florecería durante mucho tiempo. En palabras de Emilia Cortés, "este periodo siempre lo recordará con enorme cariño".

Todo comenzó, como ella misma refleja en su Diario de Juventud, cuando paseaba bajo las acacias con Manuela, una pequeña gitanilla de 8 años, quien al oler las flores primaverales exclamó: "¡Ay, qué olorcito!". Aquella exclamación tan inocente e infantil atrajo rápidamente a Zenobia, quien entendió que podía ayudar a aquellos niños a percibir la naturaleza y el entorno en el que vivían. Ya había asistido a unos primitos catalanes y durante sus estudios había colaborado en una guardería en Nueva York, así que ahora tocaba poner sus ganas y conocimientos en la mente de los niños durante el tiempo que estuviese en La Rábida, adquiriendo por voluntad propia un compromiso social con aquellos chiquillos y sus familias.

Llegó a casa entusiasmada, contando sus planes, convenciendo a su reticente padre -"la convivencia con él era muy difícil"-, quien solo le dijo que no quería una ruidosa escuela dentro de casa, pero que podría montarla en el exterior, "todo el campo como aula".

Fue así como Zenobia Camprubí empezó a juntar chavales en el patio trasero de la casa, primero bajo la sombra algo incómoda de un pino, donde los niños sentados en el suelo padecían "la pegajosa alfombra de agujas de pinos". Más tarde fueron llegando sencillos muebles pero muy útiles, como dos bancos y una larga mesa. Todo en plena naturaleza, en medio del campo y con el olor cercano del mar. Francisco Giner de los Ríos no hubiera encontrado mejor espacio para la promoción de su Institución Libre de Enseñanza, que tanto admiró y apoyó Juan Ramón Jiménez.

Ilusionada, sintió alegría por "enseñar a niños tan receptivos a los cambios de la naturaleza". En aquel paraje tan especial, Zenobia derrochaba entusiasmo decidida a "abrir sus mentes [la de los niños] lo más posible hacia hábitos de curiosidad e investigación para que nunca volviesen a un completo olvido".

La escuela llegó a tener 25 alumnos de ambos sexos, desde los 6 hasta los 19 años, pero con idénticas carencias educativas. Ninguno sabía leer, así que fue necesario empezar por donde empezamos todos: por las primeras letras.

Unos asistían a todas las horas de clases, otros solo los ratos que sus ocupaciones les dejaban. Niños aplicados en la faena del campo o del ganado, incluso sin familia. Zenobia se esfuerza en ayudarlos a salir de aquella ignorancia. Emociona saber que las primeras palabras que deletreaban tenían que ver con la naturaleza que los rodeaba: sol, pino, burro, cerdo, cabra, pastor y, por supuesto, Cristóbal Colón; al fin y al cabo, allí donde ellos aprendían se urdió el descubrimiento de América.

Se empezó a formar una gran familia y hasta a los que ese año se confirmaron llegó a acompañarlos, el 28 de noviembre de 1909, a la Iglesia de Palos. La pobreza rodeaba a muchos de esos niños, como la niña ciega Ana Molina García, a la que Zenobia trató sin éxito de que la viera en Madrid un conocido oftalmólogo. Sin embargo, consiguió que el padre de un niño que guardaba cerdos le dejase ir a la escuela cinco minutos diarios y trató también de ganarse a un pastorcillo, de existencia salvaje, sin ninguna familia, que no hablaba con nadie y sobrevivía guardando cabras a cambio de un mendrugo de pan negro y a veces una sardina. Aquel niño moreno que dormía al raso en invierno y verano, "vestido con piel de cabra, con un estropeado sombrero marrón de fieltro en la cabeza…" rehusó unirse a la escuela porque no podía dejar su trabajo si quería poder comer aquella miseria. Los ojos ardientes, intensos, petrificados y asustados de aquel zagal se quedaron en el ánimo de Zenobia. No podía olvidarle, aunque a menudo sentía los cencerros de las cabras pasar cerca de la escuela.

Tal ánimo le causó, que Zenobia escribió la historia casi nueve años después de irse de La Rábida. Cuenta que en aquella Navidad instalaron un árbol lleno de adornos comprados en Huelva, entonces algo extraño y desconocido en España, y hasta la casa se acercaron a dar una serenata unos campanilleros de Palos y los chiquillos de su escuela. Todos querían ver aquel árbol y pidieron permiso para entrar. A los pequeños, los Camprubí-Aymar les dieron algunos regalos, perrillas y galletas, mientras que los mayores pudieron tomar vino y hasta algún puro. Sin embargo, lo que más les llamó la atención no fue el árbol de Navidad, sino el vestido de Zenobia "de seda clara con cola". La gente de Palos se agolpó en las ventanas mirando y cuchicheando. Tras regalos y villancicos, los pequeños invitados fueron poco a poco saliendo de la casa, "¡excepto uno!". En un rincón, sin hablar, estaba el pastorcillo de cabras, tímido y solitario, al que le quiso dar galletas, pero no las cogió. Zenobia le dio la mano con cariño y el niño, emocionado, exclamó: "Dios la bendiga, señorita, y que Dios la haga tan feliz como yo deseo que lo sea esta noche". Salió de la casa como una flecha sin juntarse con los otros niños. Zenobia nunca lo olvidó.

Apenas once meses se mantuvo la escuela, pero su huella fue profunda.

El destino hizo que seis años después de la estancia de Zenobia en La Rábida, un poeta pueblerino de los alrededores viajara hasta los Estados Unidos para unirse a ella en matrimonio, también en marzo. Así pudieron volver juntos de la mano a aquel lugar español que había sido durante un tiempo la escuela rural de Zenobia.

El recuerdo manifestado hace hoy cien años por Cristina Lagares, la mujer del jardinero, se ha convertido, con absoluta justicia, en algo tangible, como es el Espacio docente Zenobia Camprubí, que incluye un aulario, la biblioteca y la hemeroteca de la Universidad Internacional de Andalucía. Nada más justo a quien, imbuida de un tremendo espíritu social y humanitario, supo entregar su tiempo e ilusión, en las traseras de aquella casita de campo, a aquellos niños semisalvajes de La Rábida.

Nunca dejó de apoyar a diversas organizaciones de ayuda a los más desfavorecidos. Su compromiso social la acompañó siempre, por eso no es extraño que "…en La Rábida hay personas que siempre se acuerdan de ustedes". Zenobia se encontró emocionada en su vuelta, ya casada con Juan Ramón, con Catalina, con Manuela, con Francisco, con Teresa, con Manolillo, con aquellos niños que habían crecido y que le mostraron el afecto y el poso que había dejado en aquel rincón perdido de Andalucía. "La Rábida está hermosísima, los pinos de un color húmedo subido, el cielo sin nube y transparente, se bordea de colores tenues al ponerse el sol…", escribió entonces.

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