“Las bicicletas no tienen ideología”, afirma un meme muy curioso que circuló hace un año por las redes. Prescindiendo de sus posibles antepasados (algún artilugio similar aparece en las pinturas egipcias y Da Vinci también garabateo algún otro), las primeras bicicletas que fueron apareciendo a lo largo del siglo XIX no parece que tuvieran ninguna confesionalidad política en su origen. De hecho, primero las adoptaron las clases altas como un signo de modernidad y distinción y luego se difundieron entre las clases trabajadoras como una forma barata de transporte. Desde el principio, todo el mundo consideró que las bicicletas eran bonitas y útiles. Pronto se las asoció con el deporte y la vida saludable y, en cuanto aparecieron los automóviles con motor de combustión, allá por los finales del mismo siglo, también se las relacionó con una menor molestia y polución en las calles. En algunas ciudades europeas siempre han sido una parte sustancial de la vida diaria y, convertidas ya en una seña de identidad nacional, ningún partido político se ha cebado con ellas convirtiéndolas en sus enemigas.

¿Por qué entonces tener que recordar en nuestro país que las bicicletas no tienen ideología? Al pronto, no tenía sentido señalar una evidencia tan clara. Sin embargo, el contexto lo explicaba. De repente, algunos partidos políticos al pactar con otros exigían la reducción o eliminación de los carriles para bicis, siendo estos, sin duda, condición sine qua non para promover su uso con seguridad. ¿Y esto? Se había producido una curiosa transformación mental por la que una bicicleta había pasado a ser el contenido de un pacto político, quedando “perniciosamente” asociada a la reducción del consumo de combustibles fósiles, la eliminación de aparcamientos, la conservación del medioambiente, el cambio climático… y, por lo tanto, a las ideologías de izquierda.

La atribución de contenidos simbólicos a los objetos y su enorme persistencia es un proceso histórico que nunca ha dejado de sorprenderme. Al igual que las bicicletas, en España, las banderas también tienen ideología. La utilización de la nuestra por el franquismo frente a la efímera republicana, el uso y abuso de la misma como metáfora de los principios identitarios de una dictadura excepcionalmente cruenta, le hizo a la pobre un daño que ya no sé si es posible reparar. Solo nuestros éxitos deportivos parece que podrían arreglar este entuerto reconfigurándola como un símbolo que englobase a todos y a todas, asociándola a valores positivos y desideologizados; pero la obstinación de algunos en utilizar la bandera para sus propios fines y guiños partidistas (cosa que en otros países por eso mismo se rechaza) vuelve a recargarla de ideología alejando lo que debería ser un objetivo fundamental para todos: que la bandera esté fuera del escenario político, que sea el símbolo de la neutralidad y la concordia y no el del conflicto entre partidos. O sea, lo mismo que las bicicletas.

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