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Recuerdos del 'Hotel Venecia'

  • La población cachonera no olvida el famoso local que durante un siglo sustentó el turismo local

Recuerdos del 'Hotel Venecia'

Recuerdos del 'Hotel Venecia' / reportaje gráfico: antonio f. tristancho

El edificio más conocido de Galaroza, al margen de sus iglesias y de su patrimonio monumental, siempre fue el Hotel Venecia. Llevaba ahí desde siempre, no hay imagen de esa parte del pueblo que no lo contenga, demostrando su resistencia al paso del tiempo y a los duros avatares de la vida que ha tenido que contemplar. Tras su desaparición se fue una parte importante de la historia de Galaroza, aunque los vecinos se resisten a olvidar su legado.

No está muy claro el momento en que se inició el negocio, pero podemos aventurar que es más que centenario, por lo que probablemente date de finales del siglo XIX o principios del XX. En sus orígenes fue posada, dotada con cuadras y otras dependencias para el ganado caballar.

El establecimiento data de finales del siglo XIX o comienzos del XX y fue en origen una posada

Su impulsor fue uno de los más conocidos prohombres de Galaroza, don Luis Navarro, alcalde republicano, desgraciadamente asesinado en los comienzos de la trágica Guerra Civil. Fue también comerciante, por lo que llevó productos cachoneros incluso al otro lado del charco, de donde se trajo el famoso loro del Venecia, símbolo durante mucho tiempo del hotel, aunque quedase tuerto tras un accidente.

Pero, ante las múltiples ocupaciones de su marido, la que realmente llevaba el establecimiento fue su esposa, Isabel. Ella inició la saga que continuó uno de sus hijos, Luciano, que gestionó el hotel para posteriormente pasar a Marcial Navarro Pérez, quien fue el buque insignia del Venecia durante tantos años. Años difíciles los primeros, a principios de los años 50, en los que tenía que simultanear este negocio con la huerta y el campo para poder subsistir.

Con sus bromas, inició cierta escuela de marketing, como cuando en las noches de finales de agosto, con los veraneantes sentados en el Paseo con su rebeca y muertos de frío, llegaba con su manga corta discutiendo la gélida temperatura para que se quedasen más días alojados. O cuando ofrecía la Fiesta del Ponche, a finales de verano, cuando llegaban Los Jarritos, como homenaje a los clientes. Se usaban diversos instrumentos como el violín o el acordeón y cantaba Macarena del Río

Con el paso del tiempo, la familia Navarro-Blanco supo imprimirle al establecimiento un sello particular, basado en el esfuerzo y en el trato a los clientes. Tanto ellos como sus hijas, Corona y Clotilde, habitaban allí, trabajaban allí y vivían para el hotel. También sus trabajadores, entre los que han destacado personas como Moisés o María, que entraban a las siete de la mañana y salían ya de noche. Allí hacían de todo: pintaban, planchaban, cocinaban, limpiaban… Todo era necesario para contentar a una clientela selecta.

Porque los que se alojaban en el hotel eran gente de categoría. Abogados, médicos, notarios, políticos, artistas y toreros eran los clientes que llegaban en verano, sumados a los representantes, visitadores médicos, maestros, viajantes y comerciantes de tejidos o de alimentos que representaban el grueso de sus moradores durante el resto del año.

Especial mención merecen personas como don José Velard, el profesor francés. Sus hermanas eran también todas solteras y profesoras del Liceo Francés de Sevilla. Tenía un Stradivarius auténtico, salvado de las llamas in extremis, con el que deleitaba al personal con conciertos de violín, precursores de los que posteriormente ofrecería hace pocos años el también recordado Pepe Fernández. Era el hotel de los artistas, ya que allí se alojaban las orquestas, grupos míticos como los X-Combo, cantantes como Macarena del Río que regalaba los oídos de los clientes cada noche, y toreros como Litri, Chamaco o El Cordobés, que salían desde allí hacia todas las plazas de la Sierra.

Tras muchos avatares, la familia de Marcial lo traspasó a los hermanos Carranza, Domingo primero y luego Javier, el último del Hotel Venecia, que lo cerró en 2005. Sus recuerdos siguieron la misma línea: esfuerzo, tesón y buen trato al cliente conformaron su forma de trabajar. Javier vivió en el Venecia los nuevos tiempos, la inmigración, el nuevo turista al que intentaban contentar con las primeras formas del turismo activo, llevándolos a sus coches particulares a realizar excursiones o a comprar chacinas. Vivió el "embrujo del hotel", como él lo llamaba, de un lugar que, antes de su derrumbe, se convirtió en un referente que Galaroza no olvida.

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