Parecería contradecirme si digo que no me gustan en demasía los toros, y que, sin embargo, estoy devorando con fruición las tardes que puedo las corridas del abono de la Feria de San Isidro. A través de la televisión, por supuesto. Me justifico. Lo que me gusta es la pulcritud de la transmisión. El prodigio de realización. El estilo Gran Hermano que te permite ver desde que los toreros entran en la capilla a santiguarse hasta que Florito, el encargado de los chiqueros, coloca a los morlacos en el lugar justo para la lidia.

Pero siendo importante y rotunda la imagen, mentiría si no reconociera que lo me hace seguir las retransmisiones hasta el final son los comentarios. Los excelsos comentarios que, cuando salen de boca de mi narrador preferido, el matador Emilio Muñoz, me obligan a dejar cualquier otra labor para concentrarme al cien por cien en aquello que el maestro nos cuenta. Es importante el qué. Pero lo es más el cómo.

De un tiempo a esta parte el lenguaje ha sido invadido por frases hechas y expresiones que provocan sarpullidos por su sobreexposición: que si la zona de confort, que si poner en valor, que si reinventarse o morir.

Hay, sin embargo, una expresión de Emilio Muñoz que me satisface desde que la escuché de su boca la temporada pasada. Él se enfrenta a cada corrida con la ilusión de la primera vez, como descubriendo la fiesta en cada instante. Deseando que pasen cosas. No se puede decir con más sencillez. Si en la tarde pasan cosas, y pasan cosas bonitas, miel sobre hojuelas. Y si no, a esperar a la siguiente. Como quien no quiere la cosa, Muñoz no deja de lanzar sentencias. Quizá no sean tan leídas como las de Fernández Román, Rubén Amón o Esplá. Pero el maestro cuenta con un pozo de sabiduría y de sentido común del que siempre se aprende. Lo dice un enamorado del castellano.

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